Miguel Mosquera, el capataz del hato Jáuregui, esperaba la salida del sol. La planicie, desprovista de formas montañosas, recibía los rayos sin resistencia. El cielo clareaba y se podía prever un día claro y soleado. A lo lejos, divisó a Juan Pérez, su peón de más confianza.

A lomos de caballo, Juan se acercó. Cuando estuvo frente a Mosquera éste pudo notar sus ojeras. Su torpeza remataba su falta de sueño.

—¿Y bien? —le preguntó ya sintiendo la derrota—¿Qué pasó?

Juan carraspeó antes de responder:

—El bicho le chupo la sangre a dos ovejas y tres cabras, mi señor. Lo vi y escuché el sonido que hizo al quitarles la vida a las cabezas de ganado.

El capataz Mosquera le ofreció una taza peltre con café. Su cara inexpresiva no demostraba empatía por el valiente peón.

—Y no es sólo eso —agregó Pérez tras beber un sorbo—. También apareció otra criatura.

Mosquera se sacudió en su montura. Iba a preguntar por ella cuando Pérez continuó:

—Al principio no la vi, porque era un hombre.

—¿Un hombre?

—Sí. Se acercó caminando hacia las cabras y de un momento a otro, se puso en cuatro patas y se transformó en una.

Mosquera sabía que el peón no bromeaba. De todos los hombres que están bajo su mando, él era el menos dado a las bromas. Justo por eso, cuando dio sus primeros testimonios, Mosquera le creyó.

—¿Ahora qué hacemos, jefe?

—Tomar los cuerpos a de los animales y llevárselos al dueño de la hacienda.

Mosquera buscó a otros dos peones para transportar los cuerpos y llevarlos ante la presencia de Jáuregui, el dueño del lugar.
Los cuatro hombres llegaron con los cadáveres. Los hilos de sangre fueron fuente de moscas. Los perros callejeros los olisquearon e incluso, lamieron un poco. Hicieron unos movimientos con sus lenguas, como si hubiesen sentido un sabor extraño. Los niños pequeños cogieron unas ramas y alteraron los meandros de los fluidos sobre la carretera de tierra.

Don Diego Jáuregui estaba leyendo los libros de contabilidad cuando los vio llegar. Dejó los libros y salió al porche. Sus dos hijas jugaban con sus muñecas, ajenas al mundo que su padre construía.

Mosquera saludó a su jefe y expuso la crudeza y dificultad del problema. Jáuregui procuró no interrumpir lo que su capataz decía. Los cuerpos sin vida y las perforaciones en los cuellos eran prueba de que no era una broma y eran evidencias de la explicación surreal que daba.

Los otros dos peones no creían lo que oían, pero a la vez, no podían dejar que ver el estado de los cuerpos.

Antes del fin de ese día, Jáuregui ordenó a Mosquera que juntara un grupo pequeño de peones y que les proveyera de armas.

Los monstruos debían morir más temprano que tarde.