Desde que tengo uso de razón en mi hogar jamás hemos tenido plantas, mi familia las ve como estorbos, mis padres jamás se preocuparon por cuidarlas y aunque a mí me encantasen, de pequeña jamás pude convencer lo suficiente a mi madre como para dejarme cuidar una por mi cuenta. Los años pasaron y desde que comencé a tener un medio grado de control de mi vida, es decir, sin autorizaciones ni permisos previos, intenté germinar algunas plantas. Mis primeros intentos me llevaron a un rotundo fracaso, y opté por aceptar que mi mala suerte con las plantas vino conmigo desde que nací, hasta antes, la imaginaba formándose conmigo en mi saco amniótico cuando era apenas un feto, pero me rehusé a darme por vencida, así que decidí empaparme de muchos conocimientos para saber porqué mis semillas jamás germinaban o qué hacer cuando una lo hiciese.

En fin, con todos mis conocimientos frescos y todo el poder de la naturaleza en mis manos, decidí plantar una suculenta. Su rápido crecimiento, mejor dicho, sólo su simple crecimiento, me hizo más feliz que un niño de 8 años cuando va a la heladería. Aprendí muchas cosas con ella, como su necesidad extraordinaria de agua y su inclinación hacia la luz, viniese de donde sea. También adquirí muchas mañas, como acomodarla en el lugar justo en donde los rayos del sol la tocan, contar cuanto tarda en verse lo suficientemente seca como para necesitar más agua o hablarle y decirle que se ve hermosa. Gracias a ella mi amor por las plantas y mi confianza aumentó. Tengo como meta tener un hermoso jardín, lleno de plantas tan hermosas como el sol.