EL CABO
La diminuta sala empequeñeció aún más cuando el cabo se sentó a la mesa. Dejó a un lado la gorra de plato. Tras el ventanuco encastrado de arco, se oían a las golondrinas dando fin a su ajetreo. Aún le quedaba para terminar. Por la puerta entrecerrada se colaba el traqueteo de una máquina de escribir. Sobre él, el retrato del caudillo amarilleaba con los 46 fumados compulsivamente. No era hombre de despacho; prefería el campo abierto.
Se rascó la hundida mejilla, tocaba ya asearse, los ojos le pesaban y el cuerpo ya no le aguantaba ni un solo café. Palpó el bolsillo de la guerrera que descansaba en el respaldo del sillón y prendió otro cigarrillo. El ventilador impasible, giraba metálico desde la esquina, jugando con las virutas azuladas. Tiempo ahora lento, se recreó en el posar farragoso de una mosca. Quedaba faena, y mucha. La principal, quitarse del medio al pollo de El Caso. Ya bastante jodida estaba la cosa. Dio orden a la fonda que no le dieran cama, que fuera a la capital en la viajera a dormir. Con el chico de Las Provincias ya lo había arreglado, algo escueto, en segunda plana; para algo sirvió su padre con él en la guerra.
Otro cantar sería capear con el sargento de la benemérita, demasiado nuevo para tener galones, pero las cosas cambiaban. Cuando cruzaron miradas él supo que no se tragaba el bluf, aunque era un bulo muy jugoso. El forastero había dejado todas las pertenencias atrás, y eso que pagó por adelantado tres noches, y un sombrero de buen paño cerca de la vereda que lleva a la Nacional. Ya cuando diesen con él esperaba que la cosa hubiera vuelto a sus cauces.
Rasgó otro fósforo, del cajón sacó una petaca con el anagrama de Infantería. La coñac le despejó la carraspera. Un quejido a lo lejos. Esperaba que lo oyese el corrillo de vecinos. Aquí tonterías las justas, poco importase que hubiese pasado. La gente quería orden, con lo que se detenía al rojeras de turno y se le daba un repaso en el calabozo. Nadie iba a preguntar por él, algo habrá hecho. El desgraciado de turno era Cosme; enjuto pero listo como el diablo, ya antes de la guerra andaba revolucionando en las eras, haciendo mítines. Cualquiera mayor de treinta años lo recordaba en la plaza antes de que se repartieran los tajos, a él y a toda su camarilla del sindicato. La tierra pa´ quien la trabaja; que habría que colgar al señorito, y otras sandeces. Así eran las cosas cuando la República. Anduvo preso allá por el norte, en donde se podría haber quedado. Cuando estuvo de vuelta, nadie se atrevía a darle trabajo, y cuando lo conseguía en vino se convertía y los parroquianos mandaban a buscar a los municipales para hacerlo callar. Un par de ostias bien dadas acababan con el problema.
Aunque hoy no iba a ser así. Definitivamente no.
La Curra, de los “ tiznaos”, llamó rompiendo la mañana a su casa. Joaquina entró como una exhalación en el dormitorio y le tendió una camisa limpia.
- “Apúrate, tírale a la Fuente de la Vereda, algo ha pasado”. Dijo la menuda mujercita.
-“¿Quién cojones viene a estas horas?, ah; y dale un poco a los zapatos”.
-“La Curra, viene con Soledad.”
-“¿Sole?, ¿la madre del tonto?.
-“Si, y no digas eso de tonto a la criatura, apúrate; luego mando a llevarte café”.
Vicente salió ajustándose los correajes, envuelto de pronto en un mar embravecido de pañuelos y delantales negros. Le empujaron, hablaron, gesticularon... entendió algo de Leandrito y un muerto, que era de aquí, en la fuente, que estaba tieso... La comitiva por donde pasaba abría ventanas y balcones, el pueblo despertó; corrillos en los Sanjuanes, el rumor se vertía en el concurrido despacho de pan, algo pasaba con los señoritos.
El cabo llegó prontamente a la vereda; flanqueada por viejas chumberas hasta llegar a la fuente. Allí se adivinaba el ir y venir del enorme tonto. Espantó a los estorninos con una seca orden, se acomodó el enorme cinturón y fue a su encuentro.
-“A ver, criatura. ¿Qué es eso de que hay un muerto?, mira que si …”.
Calló. Con entendederas o sin ellas, tenía el mirar del que ha visto a la muerte. Las mujerucas seguían atrás. Leandro le señaló hacia las adelfas de detrás. Un zapato fino, otro allá, un pantalón de buena factura, el miembro mustio asomando por la entrepierna, camisa y chaqueta de punto. Se diría durmiente si no fuera al tener media sesera desparramada entre las hierbas. Las primeras moscas ya llegaban. La mitad de la cara, así como la mandíbula estaban destrozadas. Un matar primitivo, furibundo, de coraje.
No era la primera muerte a culatazos que veía, a diferencia de que esta vez se usó algo más duro. Si, ese enorme canto rodado manchado que asomaba entre la maleza.
Cogió desprevenido al señorito Sebas, no hay duda. Tal como le dio; cayó de lado. Quién fuera no paro mientes y salió pitando.
Volvió al corrillo, evitando que se acercasen, ya había dado de hablar en vida como para dar ahora finado; con lo que se dirigió al cada vez más numeroso corrillo.
-“Curra, vaya a casa de los señores y mande traer a Don Julio, el padre. Usted, Soledad, llévese a ésta criatura de aquí, !Por Dios¡. Jacinta, vaya al consistorio y que llamen a la benemérita, y usted vaya a casa de Don Bernardo, dígale que necesito aquí un médico. Y el resto váyanse”.
Disuelta la multitud, volvió sus pasos, apuró el 46 y dejó caer la colilla cerca del cadáver. Agachado ahí, la voz del capellán lo sorprendió.
-“Jesús, María y José. No puede ser. Pobre chico, a su madre le dará un sofoco. Con lo buena…”
-“Pater..” Musitó mientras metía la mano en la guerrera. “Déjelo”.
El pequeño trozo de tela negra que guardó delataba su falta en los bajos de la sotana.