El cuento que no tiene final - pero no es largo - ni corto
En este momento es cuando Pablito hace su entrada. Pablito, oh, Pablito, solícita se hace tu presencia en este lado del papel de tres caras, escrita con un lápiz de dos puntas para un libro de dos portadas.
Pablito, sí. Por favor, Pablito, no la vayas a cagar. Porque Pablito era vegetariano y no estaba de acuerdo con lo que le hacían al cerdo.
Pero, ¿y qué pasa cuando alcanzas los doscientos kilos? Pablito siempre se lo preguntaba. Un día decidió que era propicio volverse protagónico del mundo perfecto, derrocando la autocracia o llevando a cabo algon que otro acto apoteósico, pero prefirió salirse de la pared invisible del cuento y se internó en las entrañas del pueblo Tocineta, donde se suponía que tenía que desarrollarse la historia. Pablito, por ahí no es, Pablito.
La música del pueblo y el siseo de las brasas se hacían distantes a medida que se internaba en el laberinto de cloacas, y sólo lo acompañaba el chapoteo de sus botas. Bajó por unas escaleras, y luego otras. Y se hizo un hormigueante silencio. Y delante vio algo que no se tenía que presenciar nunca.
Estaba en una recámara cilíndrica cuyos contornos de neblina y vapor daban la sensación de lejanía, un inframundo de siluetas negras industriales sobre un fondo mohoso, acompañado además de un cántico metálico, una ópera de engranajes copulando, piñones gigantes girando y el eco de escritores ansiosos por encontrar ideas para un libro nuevo. ¿Escuchan esa risa caballuna? Es Cervantes descubriendo un nuevo color sin nombre. Se escuchó un pitido y luego un aullido humano, y le siguió un estruendo de aplastamiento. Pablito descubrió por dónde caían las personas que alcanzaban el peso ideal. Aterrizaban sobre un tanque de cadáveres apilados con un sonido de succión húmeda, mezclándose con la melaza humana y girando en torno a un eje filoso que los hacía lentamente pulpa de vísceras, sangre y salmuera de tuétano. La pasta humana pasaba por una amalgama de tuberías, cuyos extremos terminaban siempre en el mismo lugar: un contenedor gigante que iba esputando por una boquilla, con un sonido húmedo, salchichas a una velocidad de una ametralladora de repetición.
Pablito tanteó botones, palancas y comandos. La máquina se atascó, dejó de funcionar a su ritmo habitual y los engranajes se desencajaron como la mandíbula de un cráneo. Y de paso los piñones se iban abajo con un efecto dominó, llevándose en su recorrido la infraestructura. La gravedad se volvió cero, la gente se convertía en cochino, los cochinos en humanos, el polvo se volvía partículas microscópicas... El tiempo y el espacio se fundieron con un efecto granular de letras en blanco y negro que se arremolinaban y se perdían en un agujero. El universo hizo implosión.
―¿Qué?, ¿de dónde viene esa voz? ―preguntó Pablito en el vacío.
Esa voz es mía, Pablito. De nuevo, lo vuelves a estropear todo.
―Pues, lo siento. ―Pablito se encogió de hombros, entre avergonzado e indiferente, aunque a estas alturas ya no creo que sean necesarias esas acotaciones.
―¿Y ahora qué?, ¿Qué paso con el cuento?, ¿cómo iba a terminar?, ¿y la gente del pueblo Tocineta?
Bueno, el cuento termina así. Al final…
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Autor: Gian Paolo Bonsignore