Impar
Él se incorporó desde la cama desecha sin mirarla, sin pronunciar una sola palabra. Ella, atada a su tedio reiterado y la rutina de quehaceres, hizo la cama y dispuso con rigor la impecable camisa sobre ella, adivinó su pieza interior al fondo de la gaveta y la sustrajo, tomó sin titubeos la azul corbata de ocasión -viernes- y la adosó a la camisa tendida, todo en perfecto silencio. Él tomó su ducha y penetró sin mirarla al interior de la habitación, no rompió el silencio, no profirió palabra. Ella aproximó un tazón humeante de café al borde de la cómoda y abandonó el recinto. Sin decir nada él se acicaló ceremoniosamente y procedió con esmero a colocarse las piezas de su indumentaria frente al espejo, sin mirarla, sin el menor comentario. Ella se despojó con gracia, con un bien disimulado coqueteo, de la clara bata que la cubría y su cuerpo quedó al desamparo en el imperturbable silencio de la habitación, sus senos asumieron un plácido temblor contrastante con el escándalo de sus caderas perfectas y él, sin mirarla, ajustó su corbata con lentitud y parsimonia, retocó con ahínco su rostro y su cabello, perfumó su solapa y marchó sin premura hacia la sala. Ella lo atisbaba con discreción correcta desde la recámara. El, procuró de la mesa su maletín lustroso, accedió al pasillo sin mirarla y la ignoró donde duele, dio un portazo y marchó de prisa por el largo pasillo, sin percatarse que ella lo espiaba por la ranura de la puerta entreabierta. El, en el recuadro de aparcamiento de su auto, asió las llaves y se introdujo despacio en él. Ella, desde su ventana, con sigilo, oteaba cada movimiento del hombre, él no intentó una sola vez inducir su mirada hacia lo alto, marchó raudo. Ella abandonó la ventana con desgano, apartó algunas lágrimas que merodeaban sus mejillas y quedó absorta en el unánime silencio de su soledad cotidiana, recordando con amargura que ese día cumplían 5 años de casados.