Lamiendo Heridas, Katherina Román (relato).
Foto: Emiliano Molina.
Estaba harta de verle llorar.
Había cierta incertidumbre que se posaba sobre su cabeza cada vez que las lágrimas brotaban: ¿esta vez se recuperaría y saldría adelante como lo había hecho antes? Era una pregunta que se paseaba con regularidad, como un gato esperando al fin la comida servida. No era sencillo verle así, por supuesto. Pero luego de unas cuantas palabras entrecortadas de consuelo, terminaba por darse cuenta de que no ayudaba y solo se limitaba a ver cómo las lágrimas hacían el descenso desde sus mejillas hasta su garganta. Otras veces, caían en el suelo.
La melancolía siempre era una nube que encapotaba su cielo y eso fue una de las cosas que le atrajo. Sin embargo, cuando su rostro se distorsionaba en una mueca y se tornaba rojo por el llanto, era difícil encontrar la belleza en aquello.
A veces se preguntaba por qué lloraba. Entonces, abría la boca e intentaba vocalizar las palabras para luego cerrarla cuando miraba sus ojos. En momentos como aquél se veía tan perdido y desolado que le era difícil imaginar que tuviese una razón en concreto para llorar. La vida siempre le fue injusta, así que tal vez solo lloraba los recuerdos.
Esta vez no era muy distinta a las anteriores. Sus manos estaban encerradas en puños hasta convertir sus nudillos en dos motas blancas sobre sus dedos. Su semblante se encontraba tenso y su boca entreabierta dejaba escapar sollozos desesperados. Su cuerpo estaba rígido, y no solo sus hombros temblaban. Parecía como si estuviese derrumbándose y el mundo se mantuviese impasible ante ello.
Sintió cómo su dolor rugió dentro de ella, haciendo un eco de su agonía. La tristeza se adentró hasta lo más hondo de sus huesos como siempre solía hacerlo. Pero también se sintió impotente y no supo el porqué. Aunque, en aquel momento, poco importaba.
Sollozó y se dio cuenta que estaba llorando a su par.
Entonces, se odió.
Se odió a sí misma por no ser capaz de ayudarle, de protegerle del mundo y se maldijo por no amarle lo suficiente como para detener su dolor o para protegerle del universo que buscaba destruirle y esconder sus pedazos. Aquello era injusto, ¿en qué clase de mundo el amor no era suficiente para acallar su dolor?
Pero lo era, solo que era su amor el que no era suficiente.
Se acercó, empujada por la desesperación que evocaba el verle sufrir y se sintió determinada a hacer algo para que el final fuese distinto a los anteriores: anestesiaría su dolor y se acurrucarían juntos hasta que le convenciera de que no lo dejaría nunca más.
Caminó unos pasos más, incapaz de resistirse ante la necesidad de estrecharle entre sus brazos.
Y chocó contra el frío vidrio del espejo.
Kr.