313... (1era Parte)
¿Qué si fui renuente, lluviosa?, sí, lo fui; corteza infértil y opaca, con una capacidad de abismarme en las paredes blancas del ascensor que era mi cuerpo.
Si anduve mucho tiempo en la aridez más inquietante, fue precisamente porque ya no me hallaba tan acertada. Si creíste conocerme pecaste de ingenuo ante la desencajada presencia que me citaba, con el diario letargo que era en ese entonces.
Nada me llama de eso que fui, no escucho nada.
¿Por qué inquieres esa otra, que son tantas a la misma vez y que dejé y no recuerdo dónde?. ¿Por qué me miras impío como si te debiera una explicación, y arrasas todo cuanto hay con una mirada?. Mirada hiriente, desértica, punzante, indeterminada, resaca de domingo. Quebrantarte de silencios sería el objetivo: dejarte sin recuerdos. No vuelvas a sugerirlos siquiera, que no se te agote la saliva del tiempo en preguntarme, en cuántos meses parí esta otra que soy justo ahora.
Aquellas notas se hospedaban en el cajón naranja del cuarto de su padre; establecían la frontera de lo existente y lo supuesto, y en cada lectura una tripulación de dudas, apuntaba menos aciertos.
Los pasos de esta mañana llegaron torcidos y enmarañados. No pude cerrar la ventana e impedir que entraras. Me dejas siempre turbia e imprecisa. Tal vez mañana decida no tener ventanas o tal vez tenga tantas que confunda el único código que tienes para llegar a mí. Decido nuevamente sortearte al viento, para poder respirarme.
Ocurre otra vez. Fijo la mirada justo en el lugar donde no existo; ese espacio que te conoce, justo al frente, desde donde te observo. La soledad se remueve a esta hora de la noche, cuando vacío el cansancio del trabajo dentro del auto, pasando unos quince minutos en una inercia agobiante. Camino y me detengo en la calle ajada que te espera. Me descalzo del tiempo, acomodo lánguidamente mi respiración; todo movimiento queda calcado en el aire, todo lo de hoy fue lo mismo de ayer.
Desde que aprendí a cruzar las calles, conocí en el miedo el gusto de lo posible, la aventura cobraba vida en cada intersección, los carros y sus fugaces estadías se convertían en duelos para mis inestables coherencias; entonces supe que estaba hecha de tus riesgos y que aunque quisiera, no podía inventarme otra forma de vida. Pero esa noche, esa noche no pude cruzar la línea y llegar a ti. No pude.
¿Qué impulso le hacía pasar más de dos horas frente aquella casa abandonada?; ¿qué clase de asombro se anclaba en su alma al verlo llegar desaliñado y, al mismo tiempo, luminoso?; como si el acto mismo de ese hombre al hurgar entre la basura le ocasionara un goce, un deleite por lo allí encontrado. Ella, absorta por lo que veía, no hacía más que conocerlo cada noche, definiendo cada movimiento y haciéndolo parte de su rutina.
Hoy tengo la sensación de no saberme; es sábado, mañana pasará el camión del aseo, y no vendrás. Al llegar a casa, confirmo la melancolía al verme al espejo. Víctor Hugo decía que la melancolía es la alegría de la tristeza, y tal vez, sea cierto, tan cierto como la alegría que te define y la tristeza que tengo, que se resume en que somos sólo eso, melancolía.