La época de la tristeza (parte1)
La época que inauguró la tristeza fue un tiempo terrible. En ese tiempo la tristeza se había apoderado de mí, húmeda y pegajosa. No fue algo que irrumpió de la nada ni mucho menos. Llevaba años reptando por la garganta. Al sonreír la saboreaba salada y viscosa al fondo del paladar. Un mar tempestuoso que contenía a duras penas cerrando los dientes. La comencé a sentir resquebrajándose por la noche, oliendo el efluvio dulzón de hojas marchitas y cosas pasadas de tiempo, inundando la habitación. Al final, eso sí sucedió de un momento a otro, acabe por tragármela toda. Bajándola de un solo trago. Ahí comencé a sentirme verdaderamente mal. Un hombre de paja movido por el viento. Para ser franco no recuerdo muy bien aquella época, solo la impresión de haber pasado la noche masticando alambre y un dolor sordo por el cuerpo. Tirado así, oyendo el tráfico y el griterío de la mañana, imaginaba al mundo, transcurriendo veloz a mi lado, sin poder tocarme. Había seguido de largo en su alocada carrera hacia su destrucción, arrivederci, au revoir, dejándome varado. Náufrago de una playa irreal.
Vivía en un apartamento, alquilado a un amigo mío, de una residencia vaciada por los exiliados. Al fondo del comedor se abría un balcón y, desde la altura de un piso noveno, observaba la ciudad y sus luces titilando por la noche. También tenía vista a la cancha que se alzaba enfrente iluminada por un poste solitario. Una luz amarillenta que permanecía estática. Los bloques circundantes se ocultaban en el silencio. Nadie jugaba en la cancha, no se veía ni un alma pasear por el jardín, ninguna voz despertaba conversaciones en la planta baja. Exceptuando a la extraña figura vestida de ropa deportiva que comenzaba su rutina al caer la oscuridad. Más bien era una sombra que recorría, con pasos fluidos y rítmicos, el minúsculo rectángulo iluminado. Su cara quedaba escondida debajo del pasamontañas. Al oír los pasos cadenciosos, sin pausas, como templando una certeza, me afincaba al balcón y lo veía trotar y seguir la pista una y otra vez. Moverse en circuito cerrado, libre de interrupciones, y nacía la seguridad de que nunca iba a terminar. Me pasaría toda la vida contemplando su caminata eterna, sintiendo el frío de la noche y la soledad y mecido en sus pisadas armoniosas. Otra tantas veces era yo a quien imaginaba caminando hasta el infinito. Pero entonces los pasos no eran tan tranquilos como los del corredor nocturno sino, al contrario, demenciales, desesperados. Dando vueltas y vueltas sin parar en frenesí. Al regresar de la abstracción me encontraba frio, observando un poste que arrojaba luz sobre una cancha vacía.
Fuente:
Estaba creyendo que era el único habitante del edificio, cuando me encontré a Héctor en el ascensor. Estaba esperándolo y cuando abrió las puertas vi a mi antiguo compañero de clases envejecido. Tenía una barba enmarañada y unos lentes redondos que empequeñecían sus ojos. Se me quedo viendo un rato al bajarse y luego me saludo con un abrazo.
Viejo, como has cambiado, dijo.
Qué hay de tu vida, mano, tiempo sin saber de ti.
Me ofreció una mano manchada de aceite. Hablamos un rato y luego se despidió.
Estas viviendo aquí, pregunto antes de irse.
Si, en el piso nueve.
Andas chambeando.
Eso intento. Como periodista.
Me ofreció una mano manchada de aceite para carro en el antebrazo y calzaba unas botas de caucho, de las que se usan en los talleres.
Justo cuando descubrí que Héctor era mi vecino comenzó la idea del suicidio. El suicidio y yo tenemos una larga historia junta. No podemos pasar tiempo sin pesar uno en el otro. Sin embargo, esta vez no lo pensaba despierto como un pensamiento vago, amodorrado, que pasara lento por mi cabeza. Si no que soñaba con el hermoso ventanal. Despertaba y veía la ventana abierta con las cortinas agitándose. El balcón brillaba en contraste con una luz poderosísima que lo iluminaba desde abajo. Entonces sentía la necesidad de correr y arrojarme para ver que era. Sentir mis pasos despegarse de las baldosas en un único salto. El viento sujetándome frio. Y sentía un vacío total recorrerme todo el cuerpo. Un sudor lleno de pánico mientras traspasaba el alfeizar y me precipitaba en una caída pacífica. Podía sentir el aire dándome un puñetazo y taponándome la nariz, el zumbido del viento en los oídos. Y lo ansiaba. Comencé a extrañar los sueños en donde me levantaba y veía la ventana despuntar como una señal, una invitación que me co
Muy buen relato, pero parece haber ocurrido un problema de diseño...Se interrumpe abruptamente.
Buen post