Angustia (cuento corto)
Permíteme contarte cómo llegué aquí y por qué he decidido suicidarme. Sé que mi decisión puede parecerte precipitada, pero después de estudiar con objetividad el estado en que me encuentro estoy seguro que no hay una otra salida.
Antes de comenzar, quiero dejarte claro que no subestimo las vicisitudes por las que has pasado y mucho menos he de insinuar que mis problemas sean más graves que los tuyos. Simplemente admito, mi querido compañero, que luego de darme una vida de lujos, es difícil para mí asumir esta dura realidad en la que me encuentro. A diferencia de ti, no puedo adaptarme a estas condiciones tan precarias.
Verás, a pesar de que soy ateo, yo vivía felizmente en con una familia católica en una casa grande con un enorme jardín lleno árboles y flores. No sabes con cuánta nostalgia me da hablar da hablar de eso, ¡era un lugar mágico para mí! Me echaba sobre el césped recién cortado, corría de un lado a otro y de vez en cuando correteaba a las ardillas. Hubo una época en la que nos invadieron las hormigas, ¡esas desgraciadas! cuando fui a echarme en el césped a tomar el sol esos animalitos horrendos me picaron todo el cuerpo, ¡fue horrible! Tuve que correr y rascarme, correr y rascarme, correr y rascarme… Ehm, sí, tienes razón, creo que me estoy desviando un poco de la historia; discúlpame, a veces suelo hacer eso.
Las personas con las que vivía eran José Antonio Alarcón, su esposa Eliana y su hija Sofía. Desgraciadamente, hace dos años Eliana murió en un accidente de tránsito y ése se convirtió en el episodio más horrible para la familia. Por suerte la pequeña Sofía aún no tenía consciencia de la muerte. Pero ver a José Antonio devastado era uno de mis grandes pesares. Siempre me sentaba junto a él mientras lloraba; dejaba que se aferrara a mí y yo sentía su dolor. Pero al final nos obligamos a superar ese terrible malestar, no podíamos permitir que Sofía creciera entre lágrimas. Jamás me quitaré de la cabeza la imagen de José Antonio viendo el álbum familiar en la sala, “Que Dios te tenga en su gloria, mi amor” repitió varias veces mientras miraba absorto a Eliana en una foto de su viaje a los picos nevados.
Dios. Nunca entenderé ese concepto. Me pregunto si creer en un ser superior lograba apaciguar el sufrimiento de José Antonio; no sé, quizá lo empeoraba. Lo siento, lo siento. De nuevo estoy saliéndome del tema, por favor tenme paciencia.
Los meses después de haber superado el dolor fueron bastante amenos para nosotros, tal vez no tan felices como cuando Eliana se reía de nuestros juegos, o cuando me acariciaba la cabeza, o cuando preparaba esas deliciosas piernas de pollo, ¡exquisitas piernas de pollo! No como las que el italiano echa a la basura, que ya están mordidas y rancias. Fíjate que una vez me emocioné tanto comiendo ese pollo que el hueso se astilló y terminé lastimándome, ¡una barbaridad! Desde ese momento, empecé a comer el pollo sin hueso, pero era igual de delicioso. Pero voy a continuar con mi historia.
José Antonio, la pequeña Sofía y yo acostumbrábamos a pasear juntos todos los domingos luego de que ellos llegaran de misa. Una tarde, caminamos por una ruta diferente y nos detuvimos en una casa enorme. Si yo sentía que el jardín de nuestra casa era un mundo entero, pues debo decir que el de ésta era un universo. Pero en fin, José Antonio tocó el timbre y luego de un par de minutos abrió la puerta un hombre regordete y sonriente con una camisa negra y un ridículo alzacuello. Los dos se saludaron con un abrazo. Me costó un poco entender quién era esta persona, pero escuchando detenidamente la conversación, comprendí que el hombrecillo era un sacerdote.
Los dos hablaron y rieron por largo rato mientras yo los observaba y Sofía me acariciaba torpemente la cabeza. A simple vista, el cura no parecía mal tipo. Y pensé que no podía serlo; es decir, si José Antonio lo admiraba debía tratarse de una buena persona. Sin embargo, esos ojos me hacían dudar. A pesar de la sonrisa y de los cachetes sonrojados había un algo en su mirada que nunca había visto antes.
Luego de la tediosa charla que José Antonio y el sacerdote sostuvieron, nos fuimos a nuestra casa. Al llegar, Sofía y yo nos fuimos a jugar al jardín. Ella intentaba correr, pero a cada momento se caía, y se reía eufóricamente cuando me veía saltando y moviendo la cola entre los arbustos. Era tan pequeña y frágil. Para ese entonces ni siquiera decía muchas palabras. Me pregunto si ya podrá hablar, o si todavía recuerda mi nombre…
Seguimos jugando. Imaginábamos que ella era una cazadora y que yo era un león que iba devorarla y así, entre risas y gritos correteábamos y nos divertíamos. Hoy, en mi situación, pienso que eso del cazador y el león es un terrible juego para enseñarle a un niño, yo jamás querría ser un león cazado, de tan solo pensarlo se me ponen los pelos de punta. Pero no quiero desviarme de nuevo.
Para la fecha que Eliana cumplió un año de fallecida, José Antonio quiso organizar una misa en la casa. Yo no estaba cómodo con la idea, especialmente porque me ataron en el patio trasero. Y a pesar de que amo a Eliana tanto como a Sofía y a José Antonio, sigo pensando que estas cuestiones del cielo y de la paz eterna, son cosas que se inventan las personas para compensar todo lo que no entienden de la naturaleza.
Horas antes de que empezara la misa, José Antonio, muy bien vestido y perfumado, se aseguró de dejarme agua y comida suficientes para que yo estuviera relativamente cómodo. Me dijo que no me preocupara, que sería sólo un rato. Pasada aproximadamente media hora, pude escuchar la voz del sacerdote hablando con él en la sala; el cura decía que el espacio era perfecto y que todo saldría hermoso en nombre de Dios y de Eliana.
No sé con seguridad qué pasó después, no sé si fue una llamada de trabajo, alguna emergencia o tal vez alguna compra de último momento, pero José Antonio salió de la casa. Su perfume se desvaneció dejando el olor del sacerdote, pero había otro olor en el aire, el de Sofía.
Mi corazón empezó a acelerarse. Al poco rato empecé a escuchar a la niña sollozar. Como pude me asomé por la ventana y vi los horrendos ojos ennegrecidos del cura, acompañados de una sonrisa macabra y desfigurada. Sus manos gordas y desagradables acariciaban el cuerpo de mi niña amada y yo tenía que salvarla. Tiré fuerte la cadena que me ataba, no podía romperla. Cada gemido que escuchaba me torturaba, aún me tortura. Tiré y tiré hasta que por fin cedió. Rápidamente entré en la casa, Sofía lloraba pero no entendía nada de lo que pasaba. No advertí mi ataque. Salté sobre el maldito y mordí su cuello con toda mi fuerza. Él luchaba, Sofía gritaba aterrorizada y con cada segundo yo apretaba más y más fuerte hasta que el hombre quedó inerte sobre un charco de sangre.
Cuando José Antonio entró, encontró a Sofía llorando sobre el sillón y al cadáver del cura casi degollado. No había indicios de lo que el desgraciado había tratado de hacer, toda la culpa se me adjudicó, y yo sin poder decir una palabra. Corrí al patio y me escondí entre los arbustos, pero José Antonio me encontró. Tenía un rife en la mano y estaba apuntándome con él mientras las lágrimas le chorreaban de los ojos. No sé cuánto tiempo nos quedamos uno frente al otro, él apuntándome y yo observándole. Al final, como puedes darte cuenta, no disparó.
Tal vez se acobardó, tal vez sintió compasión, no lo pude saber con claridad porque en ese momento yo estaba inundado de miedo. Pero hoy, que tengo los pensamientos más claros, pienso que lo que me hizo fue mucho peor, aunque tal vez él piense lo contrario. Me tomó con furia y me montó en su camioneta, recorrió kilómetros y kilómetros, asegurándose que yo jamás pudiese volver y me dejó a la deriva.
Y aquí estoy, un año después. Flaco, sucio, abandonado, esperando que pase algún camión que pueda acabar con todo mi pesar. Estoy solo, triste, vacío, pero en realidad, compañero mío, lo que me tortura y lo que me ha torturado todo este tiempo, es la angustia de saber que José Antonio sigue ciego con su fe, y que ya no existe nadie como yo en sus vidas para proteger a Sofía.