La sombra
La vida de Andrés estaba resuelta desde que nació, debido a que su familia era dueña de la mitad de los negocios de la ciudad. Su juventud fue fácil: siempre obtenía todos los objetos banales que estaban a la moda; el viaje de graduación con sus amigos, el carro antes de graduarse y poder estudiar en la universidad que quisiera sin importar el costo. Estudió lo que quería sin preocuparse qué tan productivo sería después de graduarse ya que, como el dinero lo compra todo, él ya tenía su puesto de trabajo asegurado.
En su cumpleaños número treinta y cinco, se dio cuenta que, a pesar de todas las comodidades que tenía, sentía un vacío que le era muy difícil de llenar y que su vida estaba dejando de tener sentido.
En la reunión de cumpleaños con su familia, la sobrina lo incitó a pedir un deseo mientras soplaba la vela. Dijo:
-¿Qué más puedo pedir? Lo tengo todo.
Ella respondió:
-Debes desear algo que te haga totalmente feliz. Si yo fuera tú pediría la máquina para hacer helado que tanto veo en la televisión.
Entonces, pensó:
-Deseo ver de nuevo esos ojos color avellana que miran con ternura, ver su nariz llenas de pequeñas pecas arrugándose y besar el hermoso lunar con forma de nube que tiene en su hombro derecho.
Y así, en su cumpleaños, siguió deseando ese dulce encuentro.
A mediados de Enero soplaba una de esas brisas que hacen que se te congele hasta el corazón; a pesar de esto, decidió salir, ya que era ese, precisamente, su clima favorito.
Fue a un parque que le recordaba aquellos días donde fue feliz. El ambiente estaba cargado de una energía increíble: había niños bien abrigados corriendo, parejitas haciendo picnic, los viejitos reunidos jugando dominó y algunas personas leyendo libros. Sintió una increíble nostalgia al recordar todo aquello que lo hacía feliz, aquello que no volvería.
-La brisa tiene tu dulce olor.- Dijo. -Es increíble lo rápido que pasa el tiempo y sigo despertando sin ti. ¿Por qué te marchaste esa mañana? No te llevaste todas tus pertenencias: quedaron las medias que usabas todas las noches, tus cremas, tus libros, la camisa desgastada que tanto te gustaba usar, el cepillo con pequeños mechones de cabello marrón y, lo más importante, me dejaste a mí. Es imposible que vuelva a saber de ti porque por más que te busco, no te encuentro.
Después de esto decidió irse a su casa por el metro; tenía años sin tomarlo, y extrañaba lo sucio y feo que lo caracteriza. En el vagón surgió en él una sensación de exaltación, eso que se siente cuando estás en presencia de lo que quieres; no le dio importancia hasta que vio, al otro lado del vagón, los ojos color avellana que miran con ternura, la nariz con pequeñas pecas pero no alcanzó a ver el lunar.
Se desesperó y empezó a gritar como loco:
-¡Es ella! ¡Es Elizabeth!
Desgraciadamente, vivía en una ciudad donde reina el caos, y la multitud de personas no le facilitaban encontrarse con aquello que tanto quería.
La chica salió del vagón con el mar de gente y Andrés decidió seguirla, pero a pesar de todos sus intentos por encontrarla, no la veía. Decepcionado se marchó a su casa.
Obsesionado con la idea de volverla a ver tomó la ruta de esa tarde todos los días a la misma hora; después de cinco días, justo cuando no le quedaba nada de esperanza, la volvió a ver y se propuso seguirla.
Al caminar con tres personas a distancia pensó:
-¡Oh, querida! ¡Estás preciosísima! Estoy tan feliz por volver a encontrarte.
La muchacha llevaba una camisa manga larga y esto no le permitía observar el lunar que tanto le gustaba a Andrés.
La tarde estaba fría, olía a humo de carros, el ambiente estaca cargado de pesadez, pero estos factores no le afectaban porque él estaba siguiendo aquello que tanto deseaba. Observó que la muchacha se dirigía a MacLaren’s Pub. Antes de que se volviera escapar se apresuró hasta alcanzarla y la tomó en sus brazos y le dijo:
-¡Te encontré! Con solo tocarte siento que vuelvo a ser el mismo de antes.-
En seguida decidió destaparle el hombro para besar el lunar en forma de nube sin importarle que su compañera intentaba alejarlo. Al ver que no tenía el lunar retrocedió e impresionado preguntó:
-Elizabeth, ¿y tú lunar? ¿Por qué ya no me abrazas cómo antes?
-Señor, aléjese de mí o llamaré a la policía. ¿Elizabeth? Mi nombre es Ana.
Después de esto, Ana se fue corriendo hacia donde se dirigía principalmente.
Andrés no podía creer que su dulce encuentro no fue como él lo esperaba; y es que, había olvidado que eso ya no podría pasar más. Porque a pesar de buscarla nunca la encontraría. Su dulce esposa estaba muerta.
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