El universitario en tiempos de conflicto.
Usualmente –y casi como una tradición– los ascendientes buscan implantar una serie de hábitos o experiencias de sus vidas, en las de sus sucesores, forzando en una sola brecha generacional una especie de legado que debería cumplirse irrefutablemente para revivir en cuerpo ajeno las glorias –o fracasos– que experimentaron en carne propia; un ejercicio nostálgico que se practica a nivel mundial.
La Universidad es uno de esos nichos donde muchos padres buscan que sus hijos despierten las pisadas que dejaron por los pasillos cuando ellos transitaron por aquellas latitudes, que se recreen imaginariamente los tiempos en los que abundaba la melanina en el cabello, la fuerza en los brazos y ímpetu templado. Ingresan entonces los nuevos estudiantes universitarios con una pantalla entorno a los ojos que refleja los días de antaño de sus padres caminando por donde ellos empezarán a hacerlo.
Poco a poco se van reconstruyendo los capítulos del pasado, el chico inmerso en un sueño despierto va apuntando con la mirada aquellos lugares donde de pronto aparece la imagen de un padre joven con un bolso en la espalda haciendo fila para un comedor atiborrado de semejantes, luego, dentro de un aula repartiendo la atención entre un libro y las palabras del profesor, después en medio de una facultad distinta topándose con quién sería su madre en un instante fortuito que fundió sus destinos con una sola mirada.
La petrificación en la que se encuentran los espacios que su padre le transmitió casi por herencia, hace posible creer que él, desde la lejanía del futuro pudiera prendarse del mismo hilo de vida y copiar todas las jornadas de estudio hasta el anochecer, las cervezas hasta el amanecer, el caminar tambaleándose hasta la estación del transporte público para aterrizar en una cafetería noctámbula para llenarse el cuerpo alcoholizado de nutrientes que le hicieran olvidar al organismo el estado de ebriedad en el que se encontraba, y así continuar la velada hasta que despuntara el día y las obligaciones laborales y académicas lo trajeran de vuelta a la realidad, o más bien le repitieran el ciclo.
El hilo se quiebra, pues con el primer intento, el universitario contemporáneo se encuentra con las deficiencias de un país atrofiado y repleto de tumores protuberantes que lo vuelven un masa incomestible que más bien enferma con su robusto tacto. Donde el humo las lacrimógenas y la nube de balas camufladas en un andanada de perdigones de los órganos represivos del Estado frustran los exámenes, interrumpen el estudio e impiden la educación; atacan vil y ferozmente la fibra más importante de la sociedad, sus propias generaciones de relevo, en el lugar más perjudicial para ellos, la formación, la preparación. El estudiante se convierte en un soldado, incitado por las provocaciones y afrentas, se ve obligado a hacerle frente, pero no desde los espacios de intelectualidad a los que está acostumbrado –su hábitat natural– sino sobre el áspero y árido asfalto de la calle donde el enemigo se arrastra, el hogar de los villanos uniformados que lo retan.
Venezuela mudó los dientes de leche y le brotaron hileras de colmillos punzantes que arrancan la carne de a tajos, que le desprenden de raíz a ese chico la posibilidad de recrear –al menos– la tranquilidad de la simple existencia durante la juventud de su padre.
En una especie de Leviathan ha mutado mi país, cabalgado –o mejor, domado– por los jinetes del Poder Ejecutivo que han venido capturando rehenes y ganando aliados en las demás ramas del Poder Público Nacional; siendo ellos por lo tanto los único propietarios y acreedores de esta transformación barbárica con rasgos de mounstruo que devoró en la primera de las batalla la profundidad de la noción de la democracia, dejando con vida una sola de sus patas o extremidades: el conocido y mal aplicado "derecho al sufragio", a ir a elecciones. Y es izando esta sola extremidad consumida por la lepra, que se ha pretendido convencer de la plena existencia de un sistema democrático en este no-país.
La verdad es que la democracia yace naufragando sobre los ácidos estomacales de la bestia en la que han convertido a este país los personeros del gobierno revolucionario. Para rescatarla debemos hacer una profusa incisión en la panza de este kraken, corriendo el riesgo que de no hacerlo el árbol genealógico de demonios dictatoriales que extiende sus raíces desde Cuba, podría alargar sus ramas y crecer aún más, pudiendo enzarzarnos con sus fábulas engañosas y aprehensivas de por vida.
Los jóvenes y universitarios contemporáneos debemos volvernos paladines de nuestras convicciones propias, que son las mismas que las de aquella Venezuela sonriente, porque será desde el rescate interno que recuperaremos no sólo la democracia, sino los valores, principios y la venezolanidad misma y genuina que está atorada en el esófago gubernamental; no han podido tragarnos todavía.
Un Leviathan cromático es ahora Venezuela. Rojo es el pais lleno de sangre, boinas y pancartas, porque las riquezas del amarillo son solo un ápice de lo que fueron, y el azul de las supuestas costas se somete bajo un cielo gris y sombrío. Y el caballo, tan nombrado, ya no va hacia adelante o hacia atrás, va hacia afuera sobre un piso de muchos colores. Grande.
Escogiste las palabras indicadas, para sortear cualquier confusión con una respuesta tan espléndida y clara. Eres luz.