Desigualdad y Diversidad en la Globalización
Lo característico del capitalismo posmoderno en la época de la globalización y del imperio único es que se presenta a sí mismo como vencedor de las fuerzas que causaron el último gran holocausto del siglo XX, pero al mismo tiempo, al afirmar la superioridad de la propia cultura mercantil, quema todo aquello que considera antagonista o enemigo, crea otros holocaustos y los presenta ante la propia opinión pública como necesarios, como respuesta “civilizada” ante el riesgo de que aparezca en el horizonte un nuevo Hitler. La paradoja de los nuevos holocaustos es que éstos se presentan como una retorsión del principal Holocausto del siglo XX: el capitalismo posmoderno dice querer hacer modernos a todos los demás, induce en las otras culturas nuevas necesidades y, cuando llega a la conclusión de que estas nuevas necesidades inducidas no pueden ser satisfechas más allá del mundo de los ricos, quema y destruye las tradiciones y culturas que no se adaptan a los designios del Imperio. Este quemar todo lo otro tiene ahora, en el cambio de siglo y de milenio, dos aspectos: material uno y simbólico el otro. Materialmente, el Imperio quema todo lo que considera antagónico mediante las guerras. Identifica reiterativamente lo antagónico con el espectro de Hitler y a continuación bombardea todo tipo de instalaciones civiles de aquello que llama “enemigo”. Así en Bagdad, en Belgrado o en Kabul. En estos bombardeos han muerto desde 1991 cientos de miles de personas inocentes, un número muchísimo mayor que el de los muertos inocentes causados por los distintos tipos de terrorismo. La ideología imperial se escandaliza ante los actos bárbaros de los otros y pone sordina a las consecuencias de su propia barbarie siempre impulsada por la enorme superioridad tecnológica y militar de los Estados Unidos de Norteamérica. Simbólicamente, el Imperio quema, destruye o confisca algunas de mejores piezas de las culturas que considera antagónicas o anacrónicas. En su centro quema y destruye indiscriminadamente cada año muchos más libros que los que quemó y destruyó la Inquisición a lo largo de la historia. En este caso lo hace por razones exclusivamente mercantiles: para liquidar stocks, ahorrar en almacenes y limitar la competencia editorial. En las provincias, la cultura imperial afirma su superioridad mofándose de las otras culturas y humillándolas: invade los desiertos de África con las naderías de la París-Dakar; prostituye todo aquello que no entra en la división internacional del trabajo; se beneficia de la nueva esclavitud; impone la coca-cola en lugares en que falta agua o el agua está contaminada; subasta con arrogancia, en Londres o Nueva York, las mejores piezas de las culturas precolombinas; se apropia de las medicinas tradicionales de los pueblos indígenas de América, África y Asia y luego las patenta para vendérselas, a precios desorbitados, a los descendientes de los que las crearon; deja sin espacio en nombre de la religión del petróleo a los pueblos que han vivido en armonía con la naturaleza durante siglos y dice que lo hace en nombre de la conciencia ecológica planetaria; destruye agriculturas de siglos e impone cultivos cuyos beneficios van a parar a las transnacionales de la agroindustria; obliga a emigrar a millones de personas y luego niega la libertad de circulación a los que tienen que emigrar. Con motivo de los atentados del 11 de septiembre algunas personas sensibles, pocas, se han preguntado en EE.UU por qué hay tanto odio en el mundo contra la civilización que cree representar el Imperio. La respuesta es sencilla. Se trata de la extensión de la pobreza, del hambre, de las enfermedades y de la esclavitud. El capitalismo posmoderno ha convertido el mundo en una plétora miserable y presenta esto, contra la evidencia, como el mejor de los mundos posibles. El capitalismo posmoderno exalta la violencia en sus medios de comunicación y luego interviene violentamente para combatir la violencia que él mismo ha inducido. Llama fundamentalismo a la desesperación de los otros y oculta el fundamentalismo propio. De ahí surgen varios holocaustos selectivos y está surgiendo una nueva especie de macartismo global.
2 Para contestar a la pregunta de las personas sensibles y, de paso, hacerse una idea de lo que quema el capitalismo posmoderno lo mejor es tomar conciencia de cómo viven los pobres en la mayoría de los países de África, Asia y América Latina y luego comparar eso con lo que se anuncia y publicita (relojes, joyas, perfumes, vestidos, hoteles, residencias etc.) en las revistas que reparten gratuitamente las compañías aéreas en sus vuelos internacionales. Una vez hecha la comparación, salen sobrando los discursos ideológicos sobre la guerra de civilizaciones. Quien después de comparar todavía siga diciendo que vivimos en el mejor de los mundos posibles y que el sistema occidental es exportable a los cinco continentes es que no tiene sensibilidad. El capitalismo posmoderno ha agudizado la concentración de la riqueza en pocas manos, lo cual contrasta con la extensión de la pobreza en los cinco continentes. La miseria, el hambre, los trabajos forzados y la esclavitud condenan diariamente a la muerte a cientos de miles de niños mientras, a pocos kilómetros de la muerte, reinan la abundancia y el despilfarro. Las diferencias de todo tipo entre las zonas ricas y los países empobrecidos siguen aumentando en un mundo dominado por las políticas llamadas neoliberales. La situación de la cuarta parte de la humanidad es ahora peor que hace veinte años. Los bienes que poseen las 400 personas más ricas del mundo equivalen al 45% del ingreso de toda la población pobre del planeta. El ingreso per cápita del conjunto de los países empobrecidos es del orden del 6% del que tienen los países ricos. El número de pobres aumenta en el mundo a un ritmo de casi medio millón por semana; aproximadamente 1.300 millones de personas están viviendo con un dólar diario; 14 millones de niños mueren cada año a consecuencia de enfermedades fácilmente evitables en la parte rica del mundo. Un tercio de la población de la antigua URSS vive ahora por debajo del umbral de pobreza y la situación sanitaria ha empeorado patentemente en los últimos cinco últimos años, pese a lo cual buena parte parte de los medios comunicación occidentales sigue difundiendo un tópico euforizante sobre los beneficios del hundimiento del socialismo en aquella región. Casi la mitad de los latinoamericanos vive en la pobreza y casi cien millones de ellos no cuentan con los recursos necesarios para una alimentación adecuada. Mientras 170 millones de latinoamericanos suspiran por tener una vivienda en condiciones dignas los Estados Unidos de Norteamérica planteaban en la Conferencia de Nairobi, hace pocos años, que “el concepto del derecho a una vivienda adecuada debe ser eliminado de todas la declaraciones internacionales”. La consecuencia de esto es quemar vivos a cientos de miles de personas. El número absoluto de desnutridos en el mundo se ha duplicado en las últimas décadas. Hay más de ochocientos millones de personas desnutridas en los paí- ses pobres y varios millones más en los países desarrollados. Con motivo del Día Mundial de la Alimentación, las organizaciones no-gubernamentales “Bread for the World” (Pan para el mundo) y “Acción contra el Hambre” revelaron los siguientes datos: treinta y seis millones y medio de personas mueren al año por falta de alimentos; 840 millones de personas padecen hambre (200 millones de ellos, niños). Los representantes de la FAO dicen que esta situación “es inaceptable”, pero el portavoz de los EEUU en la cumbre mundial se opuso a la universalización formal del derecho de los hombres del mundo a una alimentación sana y adecuada. Mientras los documentos oficiales de la FAO afirman que los alimentos no deberían utilizarse como instrumento de presión política las NNUU imponían el embargo a Irak con consecuencias nefastas para las gentes de aquel país. Esto equivale a quemar vivos a cientos de miles de personas. Y el escándalo resulta aun más patente cuando se sabe que, al mismo tiempo, aumenta el número de obesos en la parte alta del mundo: casi cien millones en los EEUU.
3 La geografía de la pobreza y del “hambre prolongada” en el mundo se ha ampliado. No sólo el África subsahariana, también el sur de Asia, buena parte de América Latina y el Caribe y una parte de la Europa oriental completan hoy en día aquella geografía. La división internacional del trabajo, impuesta por las grandes empresas transnacional, acelera la fusión apresurada de los males del atraso y del subdesarrollo con los males del industrialismo acelerado, o, lo que es lo mismo, sin apenas resistencia cultural. Y hay que añadir, además, que las cifras macroeconómicas, en concreto aquellas que hacen referencia al crecimiento porcentual de la economía de las naciones y los estados, frecuentemente enga- ñan sobre esto. Un crecimiento económico por encima del 2% no ha impedido que el número de pobres siga aumentando en algunos de los países que lo han experimentado, como Honduras y Argentina (pero también Estados Unidos de Norteamérica, el Reino Unido o Nueva Zelanda). Por otra parte, el dumping alimentario, o sea, la práctica competitiva y mercantilista consistente en vender un producto por debajo del precio que lleva en el mercado del país que lo produce, o incluso por debajo de su coste de producción, se ha hecho cada vez más frecuente. Esto suele tener como consecuencia la repetición anual de un espectáculo escandaloso: mientras se difunden en los medios de comunicación de los cinco continentes datos abrumadores sobre las hambrunas que sufren las gentes en muchos lugares del mundo, en otros sitios, a veces próximos, se destruye, se quema o se deja perder, por razones exclusivamente mercantiles, cientos de miles de toneladas de alimentos que podrían haber servido, en cambio, para salvar vidas humanas. Lo que se llama “el libre mercado” obliga cada año a quemar o destruir alimentos en los países ricos para cumplir con cuotas que han sido establecidas no en función de las necesidades de las gentes sino ateniéndose a la más rígida lógica del beneficio y a las férreas leyes de la competición entre ricos. Se dice que la pobreza de hoy viene de la pobreza de ayer. Pero esto es falso. Es falso en el caso de los países del Este de Europa y es falso también para el caso de muchos países del llamado Tercer Mundo. Hay que precisar que no todas las economías de muchas de estas zonas (africanas, asiáticas, latinoamericanas y europeas) eran propiamente pobres, en su contexto geográfico, hace algunas décadas. Al contrario, eran zonas relativamente ricas en recursos agrícolas y minerales que se han visto progresivamente empobrecidas primero por la explotación colonial y neocolonial de sus recursos y después, todavía más acentuadamente, por la pérdida de valor de estos recursos en el mercado internacional, por la desigualdad en la distribución de la riqueza o por el colapso de los sistemas de relaciones sociales en que han vivido sus pobladores durante algún tiempo. Hay países africanos, al sur del Sahara, y países latinoamericanos, en Centroamérica, habitualmente calificados de pobres, en los que el contraste entre el lujo de los gobernantes y la miseria de la gran mayoría de los gobernados se ha hecho insultante en esta última década. En muchos de estos países los campesinos se han visto obligados a cambiar sus cultivos en las últimas décadas. También eso tiene que ver con la generalización de la economía capitalista de mercado. En buena parte del mundo hoy empobrecido los cultivos tradicionales (arroz, cereales, azúcar, café) han de dejado de producir una rentabilidad mínima. También en esto la racionalidad del campesino del Tercer Mundo es de la misma especie que la racionalidad del empresario del primer mundo. Esto ha empujado a muchos campesinos del mundo a dedicarse al cultivo de drogas varias. Un campesino colombiano que quisiera cultivar una hectárea de tierra en propiedad con productos tradicionales podía obtener, con una buena cosecha y eligiendo bien su producción, unos 500 dólares anuales. Con una hectárea cultivada de coca ese mismo campesino puede ganar hoy en día 5.000 dólares. Para ver el crecimiento de las desigualdades hay que mirar el mundo desde abajo. Desde arriba eso no ve o se ve sólo esporádicamente. Llamar la atención sobre esto es, en mi opinión, la primera tarea del economista crítico.
4 La segunda es poner de manifiesto que en el plano medioambiental el capitalismo posmoderno de este inicio de siglo contribuye a destruir continuamente la biodiversidad, la diversidad de la vida en el planeta. Y que también esto tiene relación con el aumento de las desigualdades. Aunque cuantitativamente la mayoría de los gases que envenenan la atmósfera y de los residuos que envenenan las aguas se producen y emiten en el mundo rico o por las transnacionales del mundo rico, las disfunciones en el medio ambiente, que son globales (se prevé que la temperatura de la Tierra subirá entre uno y tres grados para el año 2010 y que el nivel del mar crecerá alrededor de 50 centímetros), afectan de forma cada vez más peligrosa a los países empobrecidos en sus manifestaciones locales y más inmediatas. Sobre todo porque, en éstos, se superponen ecosistemas frágiles, endeudamiento crónico, descapitalización permanente y ausencia de legislación correctora ante la invasión de las tecnologías de mayor riesgo. Desde hace más de veinte años la transferencia, desde los países ricos a los países empobrecidos, de industrias y producciones con alto riesgo medioambiental y para la salud de las poblaciones humanas ha ido en aumento. A ello se une la transferencia de residuos y basuras que en los últimos años afecta cada vez más a paises africanos, asiáticos y del este de Europa. Hace pocas semanas aparecía en los medios de comunicación un informe sobre cómo Rusia se ha ido convirtiendo en un estercolero industrial durante los últimos años. Y hace pocos meses el Informe Yana Curi (auspiciado por Medicus mundi) denunciaba el impacto de la actividad petrolera en la salud de las poblaciones rurales de la Amazonia ecuatoriana. En tales condiciones, sin embargo, la industria del carbón y del petróleo de los EEUU lanzaba a mediados de los noventa una campaña contra las conclusiones del Informe de las NNUU sobre la influencia humana en el cambio climático que instaba a los Estados a economizar energía y a reducir las emisiones de gases CFC y CO2 por lo menos al mismo nivel de 1990. Es sintomático el que la estrategia para retrasar la aplicación de los acuerdos del Tratado sobre Cambios Climáticos aprobado en 1992 esté ahora liderada por las mismas fuerzas económico-políticas que desencadenaron ayer, con las consecuencias que conocemos, la guerra del golfo Pérsico. E igualmente sintomático el que en esto y aquello el centro del Imperio haya pasado de la intolerancia de un Bush a la miopía de otro Bush. Las desigualdades existentes en el mundo actual resaltan todavía más por la transferencia constante (de Norte a Sur y de Oeste a Este) de formas consumo y culturales, por lo general inducidas, que son completamente ajenas a las culturas tradicionales de los países de África, Asia y América Latina. Como escribió hace unos años Joaquim Sempere, estamos ante una “explosión de las necesidades”. En la mayoría de los casos el paso acelerado, e inducido desde el exterior, desde sociedades tradicionales (relativamente pobres en necesidades) a sociedades en cuyas élites dominan consumos imitativos de los occidentales no ha ido acompa- ñado por la creación de las condiciones materiales para la generalización de tales consumos y formas de comportamiento. Esto es algo que se puede observar hoy en día lo mismo en las zonas deprimidas de África y de Asia que en buena parte de los países centroamericanos, de América del Sur, en las repúblicas de la CEI y en varios países de la Europa oriental. Esto está en la base de dos fenómenos paralelos: la aceleración de los procesos migratorios y la difusión de lo que suele llamarse “integrismo” o “fundamentalismo”. Por una parte, el constante deterioro medioambiental de las regiones empobrecidas y el consumismo inducido, además de otros factores sociopolíticos, impulsan a emigrar a muchísimas personas. Por otra parte, entre los que se quedan crece el desencanto ante la modernidad occidentalista importada, mostrada pero no realizada. Como ha puesto de manifiesto Amin Maalouf, es por ahí por donde hay que buscar la causa de la involución religiosa que se está produciendo en el mundo islámico (desde Argelia y Marruecos hasta Egipto, Irán, Arabia Saudí y las antiguas repúblicas de la CEI).
5 Una de las consecuencias más sangrantes del aumento de las desigualdades la encontramos en la conjunción de viejas y nuevas enfermedades en el mundo actual. En la época del triunfo de la medicina científica, que se dice, varias enfermedades tradicionalmente vinculadas al subdesarrollo, y que parecían definitivamente erradicadas, rebrotan todavía en las barriadas populares de las megaurbes. El caso más conocido y más mencionado en los congresos científicos es el de la tuberculosis. Pero no es el único. Algo parecido ocurre con la poliomielitis y con el dengue. El dengue, una enfermedad endémica, durante algún tiempo olvidada, y que es provocada por el mosquito aedes aegypti, conocido en Latinoamérica como “patas blancas”, ha vuelto a causar una gran mortandad en los últimos últimos años en Centroamérica y en la India. La Organización Mundial de la Salud calcula que unas 30.000 personas, la mayoría de ellas niños, fallecen cada año en el mundo como consecuencia de los efectos de la variante más grave de esta enfermedad, el dengue hemorrágico. La contaminación de las aguas y la falta de higiene son factores medioambientales básicos en la transmisión de la enfermedad. Las gentes de los lugares principalmente afectados esperan todavía de la medicina científica el desarrollo de una vacuna activa. Pero se da la circunstancia de que el coste del desarrollo y producción de nuevas vacunas en los últimos tiempos ha aumentado tanto que el desfase, también en esto, entre naciones ricas y países empobrecidos se ha hecho insuperable en el actual modelo socioeconómico. Enfermedades nuevas, como el sida o la causada por los brotes recurrentes del virus Ébola, o la encefalopatía espongiforme, conocida como mal de las “vacas locas” (la enfermedad de Creutzfeldt-Jacob) ponen de manifiesto la unilateralidad de una civilización productivista y mercantilista que no acaba de ser consciente de la crisis que está produciendo. Una de las cosas más dramáticas que ha puesto de la manifiesto la extensión de la epidemia del SIDA en los últimos tiempos es la indefensión en que se encuentran, ante un virus ajeno y desconocido, culturas que conciben el sexo de una manera distinta de la occidental. En esos casos la uniformización cultural inducida y, sobre todo, el turismo sexual generalizado, la prostitución mundial, están actuando de una forma muy parecida a la que se produjo con el imperialismo ecológico del siglo XVI, en la época del descubrimiento de América. Los datos recientes de la distribución de la epidemia son reveladores: el noventa por ciento del total de los afectados vive hoy en países subdesarrollados. El continente africano -con la excepción de la zona norte- sigue siendo la zona más afectada del Planeta. En Zaire, Zambia, parte de Kenia, Tanzania, Zimbawe, Malawi y Sudáfrica la situación es terrible. A pesar de la victoria reciente contra los intereses de las multinacionales, muy pocas personas de Asia y África podrán contar ya con los fármacos producidos por los últimos avances de la medicina en el combate contra la enfermedad. Y ello por razones estrictamente económicas. Ya la decimoprimera Conferencia mundial sobre el SIDA, celebrada en Vancouver (Canadá) constataba al mismo tiempo la aparición de fármacos capaces de frenar el virus y la ampliación, también en esto, de la brecha entre mundo rico y mundo pobre. Los precios de los nuevos fármacos, establecidos por la industria farmacéutica, son prohibitivos para los desheredados. El lema oficial de aquella Conferencia, Un mundo, una esperanza, provocó la réplica paralela de dos personas conscientes de lo que representa realmente esta brecha: Khaterine Nyirenda, natural de Zambia, muy enferma ya, y Jonathan Man, antiguo responsable del primer programa del sida de la Organización Mundial de la Salud. Ambos dijeron: “Sólo hay un mundo en los mapas geográficos; para las expectativas de vida de las personas hay dos”. Desde entonces la OMS viene llamando la atención sobre el hecho de que el alto coste de los tratamientos de las personas afectadas por el SIDA está llevando a algunos fabricantes a desentenderse del desarrollo de vacunas porque “difícilmente podrían rentabilizarlas en los países pobres donde reside la mayoría de los afectados”.
6 Hace un año Kevin Bales, profesor del Instituto Roehampton, en la Universidad de Surrey, calculó que en la actualidad hay en el mundo más de 27 millones de esclavos en el sentido propio de la palabra, es decir, una cantidad superior al total de los africanos que fueron trasladados a América durante el tráfico transatlántico de esclavos. El novelista británico Barry Unsworth, autor de Hambre sagrada, ha puesto el dedo en la llaga cuando dijo que el espíritu que animó la trata de negros en el siglo XVIII sigue vigente todavía en nuestro mundo. Si la palabra “tolerancia” nació en el siglo XVI en relación con las casas de putas, la “tolerancia” occidental de este fin de siglo, que tolera lo intolerable, tiende a hacer la vista gorda, en beneficio de los propios, ante la universalización de la esclavitud y de la prostitución en el mundo pobre. Toda la cultura de la izquierda (socialista, comunista y anarquista) que un día levantó la bandera de “abolición de la prostitución” se ha venido abajo. Prueba de ello es que hoy en día, cuando se habla de esta forma de servidumbre, que mueve miles de millones de dólares, ni se menciona a los usuarios ni se dedica una palabra a las causas de la demanda. Se discute a lo sumo si tiene que seguir siendo un negocio subterráneo o hay que legalizar el tráfico. El límite entre la esclavitud propiamente dicha y la servidumbre es hoy muy labil. En la época de la universalización del mercado libre, que dicen, hay más de setenta millones de niños, en edades comprendidas entre 10 y 14 años, obligados a trabajar en condiciones deplorables, violando todos los derechos. La mayoría de estos niños viven en Asia, en África y en América Latina, pero también en Europa. Sólo en América Latina hay 17 millones de niños trabajando, algunos de ellos desde los 5 o 6 años. Todos los expertos coinciden en denunciar la causa principal: la pobreza de los países en que estos niños viven; una pobreza acentuada en los últimos tiempos por las políticas de ajuste que reducen los gastos sociales y obligan a las poblaciones más pobres al “sálvese quien pueda”. Se ha hecho casi cotidiana la imagen del nuevo esclavo en las minas de Brasil, del niño o la niña prostituidos en Asia o en América Latina, del niño soportando pesados ladrillos o fabricando alfombras en Pakistán y en otros países. Hace sólo unos años la Federación Internacional del Textil, Vestuario y Cuero denunció la existencia de cientos de miles de niños que, en Pakistán, la India y Nepal, son obligados a trabajar, durante jornadas de hasta 16 horas diarias, en la fabricación de alfombras que luego se venden en los países ricos de Occidente. Mientras, en la otra parte del mundo, en la nuestra, consumimos muchos de los productos de ese trabajo esclavo a precios increíblemente bajos sin preguntarnos, en la mayoría de los casos, como eso es así. Y las agencias de viaje empiezan a hacer su agosto con el turismo sexual euro-norteamericano a los países empobrecidos. La Conferencia Episcopal brasileña ha denunciado repetidas veces la existencia de esclavos en la región amazónica. Se calcula que en los últimos diez años puede haber habido cuarenta mil casos de trabajo esclavo sólo en las propiedades rurales del sur de Pará. La mayoría de ellos no fueron denunciados a las autoridades. Formalmente se trata de trabajo asalariado: en el tiempo de tala y limpieza de pastos se ofrece a trabajadores muy jóvenes unas cinco pesetas mensuales; pero luego se les dice que han gastado en alimentación más de lo que ganaron y los patronos silencian las protestas contratando a pistoleros que obligan a los contratados a seguir trabajando contra su voluntad. Según las revelaciones de un sacerdote de la comarca de Río María, centinelas armados vigilan día a noche para que los esclavos no se fuguen: ha habido numerosos asesinatos, entierros clandestinos y un número indeterminado de esclavos desaparecidos. Así, extendiendo la pobreza y el hambre, mercantilizando la medicina y renovando la esclavitud y la servidumbre, se quema hoy todo lo otro, todo lo que no cabe en la lógica productivista y consumista de un sistema que se presenta a sí mismo, eufóricamente, como civilizador.
7 Los datos son tan abrumadores como agobiantes. Así que no voy a seguir con “la demagogia de los hechos”. No siendo economista, me atrevo a decir que, en esta situación, el economista crítico debería ser sensible por igual al aumento de las desigualdades socioeconómicas, a los ataques a la biodiversidad implicados en la crisis ecológica global y a los ataques a la diversidad cultural de la especie implicados en el uniformismo que trae la globalización actual. Ninguna de estas tres cosas es completamente nueva. Lo nuevo es la forma que ha tomado la aceleración del proceso de mundialización en la época del imperio único. Creo que se puede y se debe tratar cada uno de estos temas analíticamente, por separado y en profundidad. Y muy probablemente esto es lo se hará en las ponencias y discusiones de estas Jornadas. Pero no estará de más decir desde el principio que si queremos ver el mundo desde abajo y si aspiramos a otro mundo posible y mejor necesitamos tener constantemente en el horizonte de nuestras preocupaciones las tres cosas bien juntas. Necesitamos respuestas para estos tres grandes grandes retos: reducir las desigualdades sociales, respetar la biodiversidad y entender que la diversidad cultural es clave en una época de grandes migraciones. Probablemente para eso hace falta renovar el espíritu de la utopía moderna. Suelen decir los filósofos occidentales que la época de las utopías ya pasó. Y probablemente tienen razón en el sentido de que los ricos, bienestantes y asimilados no necesitan utopías. Les basta con lo que hay socialmente y con el control de la tecnociencia. En realidad los ricos y bienestantes no han necesitado nunca utopí- as. Éstas han surgido históricamente de las necesidades de la humanidad sufriente. Por eso afirmar que ya no hay utopías porque no las produce la filosofía institucional dominante en el centro del imperio es un contrafáctico. Basta con mirar hacia otro lado, hacia las culturas y movimientos alternativos. El espíritu de la utopía moderna, el espíritu de More, sigue presente en los movimientos sociales alternativos. El espíritu de las utopías fourierista y cabetiana sigue presente en las comunidades ecopacifistas restringidas que bosquejan otra forma de vida distinta de la del industrialismo productivista, en armonía con el medio natural, y reaparece en no pocos de los movimientos okupas que denuncian en Europa el problema de la vivienda en unos términos no muy distintos a los que empleaba Friedrich Engels en su época. El espíritu de la utopía reaparece, explícitamente afirmado como encuentro entre tradiciones emancipatorias, en los filósofos y teólogos latinoamericanos de la liberación, en la Ética de la liberación de Enrique Dusel o en los últimos escritos de Leonardo Boof sobre la ética del cuidado, por ejemplo, pero también en muchos de los textos resistenciales de las comunidades indígenas de México, de Ecuador, de Perú, de Brasil, que dan un nuevo sentido a la vieja palabra: dignidad, dignidad del hombre. El espíritu de la utopía sigue presente en muchas de las reflexiones y propuestas actuales de las corrientes radicales del movimiento feminista (véase, como ejemplo, el libro de Lucy Sargisson, Contemporary Feminist Utopianism. Routledge, 1996). No es ninguna casualidad que así sea, puesto que el feminismo radical , de orientación igualitaria y empeñado en una ampliación drástica de lo que hemos llamado derechos humanos, representa ahora uno de los retos más sólidos a toda ética tradicional., como reconocía hace poco James P. Sterba en Three Challenges to Ethics (Oxford University Press, 2001). El espíritu de la utopía sigue vivo en el pensamiento holístico-prospectivo que arranca, precisamente, de la autocrítica de la ciencia contemporánea, pero que no renuncia a toda ciencia, a la vocación científica del hombre contemporáneo, sino que integra, en esta autocrítica, las lecciones de Goethe y de Hölderlin proclamando que allí donde está el peligro puede estar, también, la salvación. El espíritu de la utopía retornaba con los primeros informes del Club de Roma, con el sistemismo irenista de grupos prospectivos que se inspiran en los trabajos de Boulding y de Galtung, con el marxismo “cálido” de Adam Schaff, autor de uno de los últimos informes al Club de Roma (discutible sí, ¿cómo no?), o en el ecologismo social consecuente de Barry Commoner y de sus seguidores, que han llamado la atención de la humanidad sobre técnicas y formas de vida alternativas a las de la industria nuclear y la megatécnica. Ya en la década de los noventa del siglo pasado el espíritu de la utopía ha tomado la forma afirmativa del “coraje” moral en tiempos difíciles. Y ello, por ejemplo, en un hombre, Bruno Trentin, que ha tenido durante cuatro décadas una vivencia directa, difícilmente igualable, de la lucha política y sindical alternativa en Italia. “Menos números, más ideas”, escribía Trentin no hace mucho propugnando una nueva forma, humanística, de entender el economizar. Il coraggio della utopía es precisamente el título de esta reflexión de Trentin. Y todavía más recientemente el espíritu de la utopía reaparece en un ámbito en el que uno no esperaría encontrarlo, el del marxismo que se ha llamado analítico. El año pasado el sociólogo Erik Olin Wright titulaba significativamente “Propuestas utópicas reales” una reflexión sobre las actuales iniciativas (algunas de ellas vinculadas también a los movimientos sociales) para reducir la desigualdad de ingresos y riqueza (Contemporary Sociology, enero de 2000, reproducido en Razones para el socialismo, Paidós, Barcelona, 2001). Y analizaba, en ese contexto, tres propuestas que se están discutiendo mucho en los últimos tiempos: el subsidio único a todos los ciudadanos al llegar la mayoría de edad, el ingreso básico universal incondicional y una forma específica de socialismo de mercado basada en la distribución igualitaria sostenida de acciones. No voy a entrar aquí en la discusión, por lo demás interesante, de si hay que considerar estas últimas propuestas (referidas casi exclusivamente a las sociedades económicamente más desarrolladas de Occidente) como utopías en la acepción peyorativa que la palabra tenía para el marxismo clásico o más bien como “utopías concretas” en el sentido de Bloch. Tengo mis objeciones a cada una de estas propuestas. Pero me limitaré a decir aquí que estos enfoques, salidos de las investigaciones de Philippe van Parijs, Robert van der Veen, John Roemer, Jon Elster, el propio Olin Wright y Gerald Cohen refutan la afirmación habitual de que ya nadie escribe utopías, de que se ha acabado la época de las utopías referidas al ámbito socioeconómico. El espíritu de la utopía ha reaparecido en el fenómeno más significativo de este cambio de siglo, que ha sido el rápido desarrollo del llamado “movimiento antiglobalización” cuyas movilizaciones en Seattle, Praga y Génova han alcanzado una repercusión mundial. Aun es pronto para entrar a valorar la utopía que el movimiento antiglobalización lleva en su seno. Pero hay en él varios síntomas esperanzadores que conviene subrayar. El primero de estos síntomas es el crecimiento de la conciencia de que para hacer frente a los peores efectos de la globalización neoliberal hay que superar la automización de los otros movimientos sociales alternativos y establecer una estrategia global de actuaciones también a nivel mundial. En este sentido el movimiento antiglobalización se perfila como un movimiento de movimientos, como una red de redes en distintos ámbitos geográficos. El segundo síntoma esperanzador es que, habiendo surgido en los países ricos del planeta (Estados Unidos de Norteamérica y la Unión Europea principalmente), el actual movimiento antiglobalización por el acento en la crítica de las desigualdades que perjudican mayormente a las poblaciones de los países de África, Asia y América Latina. De este modo el movimiento antiglobalizador enlaza bien con las principales resistencias, protestas y movilizaciones de los paí- ses y pueblos periféricos, en particular con las experiencias organizativas de Chiapas y Porto Alegre y con las propuestas del Foro Social Mundial. Por el momento lo que puede decirse ya es que el movimiento antiglobalización constituye la forma de expresión más potente del malestar cultural que ha producido la posmodernidad capitalista en la época del Imperio único. El que este movimiento llegue a pasar de la fase resistencial (de la ética de la resistencia) a las propuestas programáticas alternativas dependerá principalmente de la forma en que logre conciliar las distintas tradiciones emancipatorias que se advierten en su seno y coordinar así las inevitables diferencias culturales que la globalización alternativa conllevan.
8 En lo que respecta precisamente al reconocimiento de la diversidad cultural, habrá que superar un par de obstáculos. El primero de estos obstáculos es la parcial idealización de la “visión de los vencidos” explícita, por reacción polémica y por remordimiento, en el discurso del “indio metropolitano” y en varias de las orientaciones actuales de los estudios culturales y postcoloniales: la atribución a la propia cultura, por autoinculpación, de hábitos y costumbres negativos que no son predicables de la generalidad de los miembros de la misma o que, en algún caso, ni siquiera fueron históricamente propios (un ejemplo interesante de esto es el relativo a la scalpación). Todo genocidio realizado o frustrado va acompañado, antes o después, por cierto sentimiento colectivo de culpa. Y la antropología cultural, que ha nacido con el colonialismo, también tiene a veces esta derivación, contraria, en la actualidad (por eso los antropólogos pueden ser a la vez, entre los científicos sociales, los más comprensivos de los peores hábitos de otras culturas y los más dados a la idealización del otro, de la alteridad). Ayuda en este asunto la lucidez ético-política del exiliado contemporáneo con doble identidad, en la medida en que su propia experiencia está operando no sólo como fundamento de la conciencia de especie, sino también en favor de la superación de la conciencia histórica de culpa en la cultura occidental. Pienso a este respecto en algunas de las obras de Tahar Ben Jelloun, de Amin Maalouf, de Edward Said. En el caso de Ben Jelloun, por la radicalidad con ha expresado los límites de nuestro concepto de tolerancia cuando se vulnera la justicia y la dignidad del ser humano. En el caso de Maalouf, por el énfasis con que ha defendido la noción de “reciprocidad de los reconocimientos” en el encuentro entre culturas, al plantear que la reciprocidad es una especie de contrato moral que funda el derecho a criticar al otro con ojos limpios. Y finalmente, en el caso de Said, por los matices con que ha presentado tanto la idea de entrecruzamiento cultural como la noción de lectura contrapuntista de textos de diferentes culturas que no suelen ponerse en relación. El segundo de los obstáculos a considerar es la dificultad teórica y práctica de adaptar, en muchos de nuestros países, la política liberal ilustrada de la dignidad universal para dar cabida en ella a las demandas de la política de la diferencia expresadas por las minorías, sin entrar directamente en contradicción con el principio básico de igualdad. Uno de los problemas que han de afrontar las sociedades europeas es cómo seguir manteniendo el principio universal de no discriminación de los individuos respetando al mismo tiempo la identidad de las culturas, esto es, sin constreñir a las personas para introducirlas en un molde homogéneo que no les pertenece de suyo. Este problema, suscitado inicialmente en Canadá y en los Estados Unidos de Norteamérica, se hace agudo en la mayoría de los estados-nación europeos por la superposición, que se da en ellos, de las viejas diferencias históricas entre nacionalidades o regiones y de las nuevas diferencias en curso, derivadas de los flujos migratorios recientes. En tales condiciones, parece obvio que no basta ya con la “discriminación a la inversa” (o positiva) como medida temporal para nivelar gradualmente la anterior “ceguera ante la diferencia” y favorecer así la simple supervivencia de las minorías. Se necesita algo más. Los estados tienen que enfrentarse a la vez con dos tipos de exigencias: el reconocimiento del valor de las culturas históricas que han entrado en la conformación del correspondiente estado-nación y el reconocimiento del valor de las culturas de los inmigrantes recientes que quieren conservar la propia identidad en el país de adopción. El asunto, verdaderamente difícil, ante el que se debate ahora la Unión Europea, es este: si es posible y hasta qué punto lo es (y, en ese caso, cómo) trasladar al ámbito del derecho la presunción moral del valor igual de las culturas que se encuentran y a veces chocan entre ellas, teniendo en cuenta, además, las diferencias de situación entre los estados y las diferentes políticas respecto de la emigración que se han seguido desde la década de los sesenta.
9 En cuanto a los retos implicados en la crisis ecológica global y a la defensa de la biodiversidad, hay que decir que propuestas positivas empezaron a cuajar desde el Forum Alternativo de Brasil, en 1992. Lo que se anuncia ahí podría llamarse la ecología política de la pobreza, la cual se caracteriza desde entonces por cuatro rasgos: 1º Propone una rectificación radical del concepto lineal, ilustrado, de progreso; 2ª Descarta el punto de vista eurocéntrico (luego euro-norteamericano) que ha caracterizado incluso las opciones económico-sociales tenidas por más avanzadas en el último siglo; 3º Avanza una reconsideración de la creencia laica basada en la asunción de la autocrítica de la ciencia contemporánea y en la crítica del complejo tecnocientífico que domina el mundo; 4º Solicita un diálogo entre tradiciones de liberación o de emancipación en las distintas culturas históricas para avanzar hacia nuevo humanismo, hacia un humanismo atento a las diferencias culturales y respetuoso del medio ambiente. En este sentido la ecología política de la pobreza enlaza bien con lo que se ha llamado teología de la liberación, aunque pide a ésta que no acentúe su particularidad religiosa sino que, precisamente en nombre de las necesidades socioecológicas, se abra a las otras creencias no específicamente religiosas, esto es, que se haga “filosofía (laica) de la liberación”. Además, la ecología política de la pobreza no sólo se opone el industrialismo desarrollista que ha sido característico del capitalismo histórico, sino también a la utilización mercantil del ecologismo. Y argumenta en este punto que, como era de esperar en un mundo dominado por el mercado y por el fetiche del dinero, la producción supuestamente ecológica, meramente conservacionista o bienintencionadamente ecológica (que de todo hay), corre el peligro de convertirse en negocio de unos cuantos, en beneficio privado, en pasto de la publicidad y en ocasión para el llamamiento a un “nuevo tipo” de consumismo. Constata que la línea verde del sistema productivo capitalista empieza a cotizar en la Bolsa de valores mercantiles, porque lo verde vende.
La ecología política de la pobreza hace observar que se está abriendo un nuevo flanco en el enfrentamiento entre países ricos (muy industrializados y muy competitivos) y países empobrecidos (cada vez más identificados con las reservas ecológicas del planeta o, en su defecto, con centros de producción de drogas ilegales). Subraya cómo algunas de las instituciones monetarias internacionales propician algo así como un trueque-fin-de-siglo: deuda externa por ecología; y cómo, por lo general, en esa propuesta de trueque sigue dominado un punto de vista etnocéntrico. Lo que incluye un matiz nuevo respecto del viejo colonialismo: el discurso se disfraza, una vez más, de universalismo pero se cubre con el manto de valores eticoecológicos, como la conciencia de especie, usurpándolos al ecologismo. La gran tarea de la ecología política de la pobreza y del ecologismo social e internacionalista de los próximos tiempos será seguramente aprender a moverse, a ambos lados del Atlántico, evitando dos escollos: el neocolonialista y el neonacionalista. Lo cual no va a ser nada fácil, desde luego. Pues el malestar de la cultura y la ausencia de expectativas hacen que mucha gente se vuelva contra sus vecinos; y las grandes migraciones del final de siglo parecen estar convirtiendo a la xenofobia en la ideología funcional del capitalismo triunfante. En suma, lo que la ecología política de la pobreza viene a decirnos es que no se puede seguir viviendo como se ha vivido en las últimas décadas, por encima de las posibilidades de la economía real y contra la naturaleza. Que el modo de vida consumista de los países ricos no es universalizable porque su generalización chocaría con límites ecológicos insuperables. Y que en nuestro mundo actual ser sólo ecologistas es ya insuficiente. Para hacer realidad lo que ahora es todavía un proyecto, un horizonte, la ecología política de la pobreza, surgida en los países empobrecidos, tiene que enlazar con las personas sensibles del mundo rico y convencer a las buenas gentes de que la reconversión ecológico-económica planetaria del futuro obliga a cambios radicales en el sistema consumista hoy dominante en casi todo el mundo industrialmente avanzado. Pues el desarrollo sostenible implica cierta autocontención y la autocontención implica austeridad. Pero para que “austeridad” sea una palabra creible para las mujeres y varones del mundo empobrecido es necesario que antes, o simultáneamente, seamos austeros quienes hoy vivimos del privilegio. Y eso implica otro concepto de lo económico, del economizar.
http://revistaeconomiacritica.org/sites/default/files/revistas/n1/2_desigualdad_diversidad.pdf