Nunca vienen solas
Por tanto, y por tiempo indeterminado, Teo estaba en la calle. Una decisión dura sin posibilidad de enmiendo pese a que su sindicato había intermediado para tratar de darle un giro. Pasaba ahora de los 700 a los alrededor de 400 que el estado le proporcionaría durante ocho meses y con los que apenas podría cubrir los gastos de alquiler. Afortunadamente contaba con unos ahorros, por lo que una vez más respiraba aliviado.
Volvían, pues, los paseos por el parque, el tabaco de liar y el café soluble, la reducción de la tarifa de móvil, la vuelta del arroz a la dieta y las descargas en internet para matar el tiempo antes de que el tiempo le matase a él; el jogging sustituiría a los circuitos y las clases en el gimnasio, la búsqueda de tareas pagadas en la red y las ventas de cualquier mierda en Ebay a las horas en la oficina entre documentos; y por enésima vez retornaban las llamadas diarias a su pasado.
No obtuvo respuesta, como de costumbre, por lo que tras otros dos intentos fallidos tomó la decisión de llamarla a ella pese a que no tenía casi nada que ver con su padre. El fondo lo llenaba un silencio que recordaba al de aquellas noches en el piso preparándose para volver a dormir y olvidarse del mundo durante siete horas.
Desde la última vez, había pasado en el hospital tres noches y una ambulancia le había ayudado en la puerta de una biblioteca. Dos brechas más en una cabeza destrozada. Las deudas con la seguridad social, el alquiler, hacienda y proveedores varios seguían en aumento. Un sexto mes sin pagar alquiler acechaba y las amenazas constantes pero educadas, eso sí, de acreedores de diversos ámbitos seguían en aumento. Decenas de heridas; cientos de avisos.
Dónde trazar el límite, se preguntaba una vez más Teo, entre la compasión, la ayuda y volver para ser el padre de su padre. Intentar evitar un final negro o correr el riesgo de que con los años se convierta en dos.