Allá estaba la joven desherbando el sembrado de papas. El hombre se fijó en ella, se acercó, y recostado sobre la cerca le dijo:

• Buenos días, Carmen.
• Buenos días –respondió la mujer secándose el sudor de la frente.
• Ven acá, por favor, para decirte una cosita.
• Ahorita estoy ocupada, Mamerto. Venga en otra ocasión.
• Ay, pero no seas así. Acércate. Apenas es un minutito que te voy a hablar.
  La mujer se acercó con cara de desgano.
• Dígame, pues. ¿Para qué soy buena?
• Me imagino que eres buena para infinidad de cosas.
• Anda al grano de una vez. Mira que me falta desherbar casi todo el lote.
• Bueno, vengo a pedirte un besito –intentó besarla en la mejilla, pero la chica se apartó.
• Deja el abuso. ¿Quieres que te dé con la escardilla?
• No te portes así. Quiero decirte algo en serio. Vengo a pedirte matrimonio.
• No, Mamerto. Tú no me agradas para nada. Mejor sigue por tu camino.
• Ay. Pero ¿por qué me desprecias de esa manera? Mira, ahorita tengo en casa dieciocho cochinos engordando.
• Okey. Llévale mis saludos a los cochinos.
• Y tendré los bolsillos llenos este diciembre.
• Olvídate de eso, Mamerto. Más bien te voy a tirar un dato.
• ¿Cuál dato será ese?
• ¿Por qué no le propones matrimonio a mi madre? Hace poco la escuché decir que tú sí estabas bueno.
• ¡Caramba! ¿Tu mamá?
• Sí. La misma. Es que ella lleva viuda hace varios años. No ha visto a “Linda” desde hace tiempo y quizás por eso le hace falta compañía, porque amanece disgustada todos los días.
• Ajá, y ¿qué crees? Ay, sí. Me fui con tu vieja… No, Carmen, tu mamá ya es un fósforo quemado. Quiero algo más nuevo, algo así como un vehículo de poco kilometraje. Por eso te he puesto el ojo encima.
• ¿Y por qué no le pones el ojo a una burra?
• No te hagas la dura. Mira que tú llevas ya como cinco maridos.
• Ajá, y ¿por eso tengo que aceptar a cualquier loco que se me acerque? Bueno, en verdad ya llevo seis maridos. Pero es que me han salido tan sinvergüenzas. Enamorados, embusteros y con vicios. Unos eran borrachos y otros mariguaneros. Y al último que despaché le descubrí que jugaba para los dos equipos. Así es que por eso me quedaré soltera quién sabe hasta cuándo.
• Pero yo no soy de esa clase.
• Bueno, y ¿tú no andabas de novio con la Carlina?
• Andaba. Me despidió hace unos días. Y ahora anda diciendo que salió de mí dizque porque yo huelo mal, que no me baño y que en vez de perfume me echo encima meados de cochino. Pero eso fue un mero pretexto para dejarme, porque me dijeron que a veces se escapaba con un motorizado y se metían plantación adentro dizque a buscar mazorcas.
• En verdad creo que cada ser humano es un ramillete de historias –opinó Carmen.
• ¿Y quién es esa señora que viene por allá? Se me quedaron los lentes y no veo bien.
• Esa es mi madre.
• Buenos días –saludó la recién llegada-. Ay, Mamertico. Dichosos los ojos que te ven.
• Buen día, doña Clotilde.
• Con permiso –dijo Carmen retirándose a sus labores.
• Bien pueda –dijo el hombre.
• Mamertico –la mujer se le acercó a quemarropa-, ¿por qué no vamos a platicar un ratito por allá abajo, detrás de aquellos chaparros?
• Es lo mismo si conversamos aquí, doña Clotilde –dijo el hombre con los ojos explayados.
• Es que por aquí pasan muchos mirones y a veces parece que los árboles tuvieran oídos.
  La mujer lo agarró duro del brazo y se lo llevó hacia el monte casi a rastras, como si fuera un niño.
• Pero, doña Clotilde…
• No, ningún pero. Vamos para que aprendas cómo es que se hacen los mejores negocios.
  Mamerto quedó tartamudo y parecía una ametralladora porque lo único que decía era: “Pe… pe… pe… pero… pe… pe… pe… pe…”

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