Primera Edición del Concurso Foto-relato/ Adair y la palma

Para expresar su alegría, Adair cortó la palma más hermosa.

En su mente de niño pensaba que esa palma parecía un abanico. Podía producir con ella una brisa fresca, perfumada.

Sabemos que se iniciaba la primavera y que a partir de ahora una sensación de esperanza llenaba los corazones. Adair la sentía en el aire, en los cánticos con los que la gente de su pueblo les daba la bienvenida a los extraños.

Adair solo tenía ocho años, nunca entendió por cuál razón, después de que cortó la palma, una gran desventura estaba sucediendo. Gritos, carreras, hombres enrarecidos por la rabia, discusiones, mujeres que lloraban ocultas tras los velos…

Algo grande sucedía, algo que detuvo la brisa de los cielos, que llenaba de nubes el amplio firmamento. El alma de Adair se puso triste. Miraba los caballos destrozar la tierra con sus cascos, mientras que los jinetes aguzaban la vista buscando a alguien entre los hombres del pueblo.

Es el hijo de alguien aquel a quien buscaban, pero Adair, que era un niño muy pequeño, nunca supo quién era, ni lo que el hombre había hecho.

Solo, sentado ante su choza, descalzo y con un nudo inexplicable en la garganta, Adair miraba. En su mano la hoja de palma, aunque un poco mustia, aún estaba verde.

Cuando, después de muchos gritos y carreras, una mudez espesa y dolorosa contagió a todo el pueblo Adair se unió al silencio.

Al tercer día inventó un juego. Era un niño pequeño.

El juego era muy simple. Consistía en batir, como abanicos, con mucha fuerza, las hojas de palma.

Al juego se unieron todos los niños y jóvenes del pueblo. Lograron hacer un viento fuerte, un pequeñísimo huracán que, en su deseo, iría limpiando el mundo de maldades.