El Grinch de la vida real
Era hermano de mi padre, el tío Eutimio. Vivía solo en una casa que se encontraba en una esquina de la calle principal de mi pueblo, Mucoelrío. Jamás nadie lo vio salir de su hogar, tal como hacían todos los demás hombres del lugar, a jugar truco, dominó o bolas criollas en la enorme cancha que se encontraba a la orilla del desvelado cauce de un arroyo que ya no existía. Solo hablaba con muy pocas personas, por lo general de su misma edad, cuando por casualidad se las tropezaba en alguno de esos raros momentos en que abandonaba sus predios.
Enemigo de la navidad/ F
En cuanto llegaba el mes de diciembre, se le exacerbaba un despiadado mal humor que lo tornaba insoportable. Recuerdo una ocasión que estuvo en casa buscando a mi padre porque necesitaba hablar con él sobre algo concerniente a la legalidad de sus tierras, pero como no estaba tuvo un intercambio de palabras con mi mamá sobre, según sus enfáticas expresiones, la gran mentira que representaba la navidad. El tío Eutimio sostenía que eran vanas esas ilusiones que conducían a la gente a comprar ropa para los estrenos y a realizar comidas especiales, para olvidarse de los problemas de cada día y anhelar un futuro imposible, ya que este siempre sería igual, como ya estaba demostrado.
No soportaba la música.../ F
Mi madre, que para toda ocasión tenía una sabia respuesta y evitaba por todos los medios las porfías innecesarias, le respondió que si solo le buscamos a la vida el lado amargo, estaremos todo el tiempo infelices, sin nada que celebrar, y que nada malo tenía la diversión y las creencias esperanzadoras de que la realidad puede cambiar para que todo sea mejor. Sin embargo, el tío Eutimio mascullaba, una y otra vez, que esas eran pendejadas que no tenían ni pies ni cabeza y se marchó con paso rápido y firme hacia su casa. En cuanto se fue, yo le pregunté a mi mamá por qué era él así, tan amargado, y su respuesta fue lapidaria: esa es la pichirrez que no lo deja hacer nada.
Nada de esto es bueno/ F
En aquella época de mi preadolescencia, cuando en los días decembrinos proliferaban triquitraques y otros explosivos que tronaban a cada rato por las calles, más de una vez el tío Eutimio salió de sus aposentos a pelear con los muchachos que osaban lanzar esos artificios tan cerca de su casa y a más de uno coleó, provisto de un palo, para castigarlos si llegaba a darles alcance. Y así mismo ocurría con las frecuentes parrandas de aguinaldo y la música en general que sonaba por las calles: se quejaba de que no lo dejaban dormir y con ir a buscar a la policía para que detuviera aquel constante jolgorio… Después optaba por encerrarse y no salir más, ni siquiera para dar el feliz año, que era, y todavía lo es, como un agradable deber entre todos los habitantes del pueblo.
Un día lo vieron desde la calle tirado inmóvil en el patio de su casa y luego comprobaron que se encontraba muerto. Se fue de este mundo en medio de la soledad en que siempre estuvo por negarse a socializar con sus coterráneos. Fue en uno de esos días que escuché a decir a mi padre que el tío Eutimio se había vuelto un ser amargado desde el día en que su mujer lo abandonó, llevándose con ella a sus dos hijos.