LA VEZ QUE ME SALUDÓ ARTHUR RUBINSTEIN
El Instituto Tecnológico de Monterrey, donde yo estudié la carrera de arquitecto allá por los años ´60, había fundado y promovía la SAT (Sociedad Artística Tecnológico), que año con año hacía llegar a Monterrey a los más acreditados artistas de la música, canto y ballet, que visitaban México. Además, cosa harto destacable, editaba para nosotros los estudiantes, un talonario especial para todos los conciertos a un precio mucho muy accesible. Fue una época verdaderamente de privilegio gracias a la cual hoy puedo jactarme de haber visto bailar a Tamara Toumanova y a Alicia Alonso, tocar el piano a Rubinstein y Claudio Arrau, el violín a Isaac Stern, el chello a Rostropovich, la guitarra a Andrés Segovia, escuchado cantar a Montserrat Cavallé.
Yo tenía entonces a un entrañable amigo de nombre José Antonio, a quien en forma cordial decíamos Pepe Toño. De esa manera me referiré a él en este texto nostálgico.
Pepe Toño y yo fuimos juntos muchas veces a esos conciertos y recuerdo especialmente cuando acudimos a ver a la ballerina Tamara Toumanova. Yo sabía de la excepcional bailarina rusa desde mi época de estudiante secundariano, pero nunca creí que la habría de ver bailar. Había ido a Monterrey cuando Pepe Toño estaba en el bachillerato del Tec y él, que entonces asistió a su concierto, me habló de la Toumanova casi con devoción de enamorado, evocando hasta el último gesto coreográfico de su interpretación de La Muerte del Cisne. La excepcional bailarina volvió a Monterrey cuando ya estaba yo en el Tec y claro, compartí con mi amigo de una inolvidable función de ballet en que, para felicidad del Pepe Toño y la mía propia, se incluyó la famosísima pieza de Saint Saens.
Pero si una experiencia se me quedó para siempre en el recuerdo, fue cuando fuimos a escuchar a Arthur Rubinstein. Si he de ser sincero, debo decir que no recuerdo en que consistió el programa. Creo que no importa mucho, lo importante es que tuvimos la afortunada experiencia de escuchar al más extraordinario intérprete del piano de la época. Otra experiencia, la que yo quiero evocar aquí, se nos dio terminado el concierto.
Cazadores de autógrafos como éramos Pepe Toño y yo, ni cortos ni perezosos bajamos de la “gallopa”, -ilustre localidad a la que invariablemente asistíamos- llegamos a la luneta y subimos al escenario en busca de Rubinstein y su preciadísimo autógrafo. Para nuestra poca fortuna se nos habían adelantado un grupito de elegantes señoras, típicas “señoras high society”, que así les decíamos a las damiselas propias de las familias que ostentaban el poder socio-económico de la industriosa ciudad.
Arthur Rubinstein estaba sentado ante una pequeña mesa, lucía cansado pero atendía amablemente a las señoras elegantes con quienes sostenía un diálogo en inglés. Ni el Pepe Toño ni yo sabíamos inglés, así que no entendíamos nada, y obviamente no participamos en el encuentro verbal con el maestro que las “señoras high society” acapararon. Una de las elegantes damas dijo algo a Rubinstein y le extendió el programa del concierto invitándolo a que lo autografiara. Nosotros no entendimos la respuesta de Rubinstein, pero lo cierto es que, de una manera amabilísima, exquisita diría, se negó a firmar. Y entonces, con igual gesto finísimo, extendió su mano y nos la brindó a todos y cada uno de nosotros para saludarnos y despedirse. Luego Rubinstein se retiró a su camerino y todos nos quedamos de no creer lo sucedido. Una de las señoras elegantes, ya en español, dijo algo sobre su decepción de no recibir el autógrafo, pero otra le respondió que no importaba en absoluto, que la experiencia inolvidable había sido “estrechar la mano del maestro”.
Pepe Toño y yo salimos del teatro y en el camino de regreso al Internado del Tec externamos nuestra decepción por no haber obtenido el anhelado autógrafo de Arthur Rubinstein. De la seriedad pasamos al humor cáustico recordando a las “señoras high society” y remedando sus expresiones. Mi amigo desahogó el vitriólico humor que lo caracterizaba y caricaturizó a la señora que no le dio importancia alguna a la negación del autógrafo, pues “la experiencia inolvidable había sido estrechar la mano del maestro”. Yo también saqué a relucir dardos venenosos, e igual hice sorna de aquella mujer burguesa que había minimizado la negación de una firma por la que Pepe Toño y yo hubiéramos dado “hasta nuestro semanario”.
Muchos años después comprendí cuán equivocados estábamos y que pueriles habíamos sido. Que aquella “señora high society” estaba en lo cierto, y que realmente el que Rubinstein se negara a estampar su firma en un programa de concierto había sido lo de menos, que lo verdaderamente importante de aquella experiencia había sido estar unos segundos frente al genio y no sólo eso, haber recibido de él el gesto excepcional de que nos extendiera su mano para saludarnos con exquisita cortesía.
Y que hoy puedo decir que hace muchos años, cuando yo era un joven estudiante, tuve el privilegio de estrechar la mano de un genio de la música, la del más grande pianista de toda una época: la mano gentil de Arthur Rubinstein.
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