Noche Herrumbrada.
El cuadro de la noche no era diferente a cualquier otro: Frío, oscuro y filoso, sin un astro a la vista por causa de la luminosidad naciente de escasos edificios. Repleto de techos de zinc el panorama, espacios más visibles que otros pero toda la zona, al fin y al cabo, rodeada de esa penumbra densa que hacía impenetrable cada callejón con su asfixiante estrechez, cada esquina con la incertidumbre de doblar y no saber qué hay más allá. Nunca se sabe qué hay más allá.
-¡Coño pero tú sí eres bruto pana! ¿Cómo coño vas a accionar así el hierro? Una vieja, güevón, una vieja…
Sus ojos, dos esferas blancas desorbitadas e inertes, apuntaban verticalmente hacia el machimbrado, como una epifanía o esperando una salvación. Un flujo espeso, oscuro y penetrante su color, recorría desde el cuello donde el metal alojado cumplía su función con sordidez, hasta la hondura sobre la que posaba la pata de la mesa en todo su desnivel chirriante.
-¿Qué coño iba a hacer? Bien bueno ahora, de todas formas la maldita estaba llamando a los municipales, dime tú, ahora, ¿cómo coño hacía yo?
-Una vieja, güevón, una vieja… Cualquier otra cosa hubiera sido más inteligente, bruto, hasta un mecate pero te dejaste
llevar, seguro los pacos de mierda oyeron el tiro, estamos fregados.
Afuera, en la intemperie, la noche se hacía más fría y aún más filosa, el cielo se colmaba en nubarrones pálidos con rostro de querer descargar todo su gélido líquido sobre el pobre caserío olvidado, convertido en ningún lugar y azotado por la miseria; el abandono, la violencia doméstica que ya era regla común. A la entrada, par de Kioscos herrumbrados, una cancha tan olvidada como las malezas crecientes a sus bordes y su pintura cayéndose, tres o cuatro muralitos de tiempos electorales igual de olvidados, al fondo de la entrada uno se sumergía en un submundo tan ajeno y tan cercano, donde el ruido de la Susuki, la Bera o las potentes KLR de algún policía en civil realizando turbios negocios, ahogaban los coñazos sobre las pieles desnudas, el “págame mi mierda o te plomeo”, el llanto desgarrado de un niño que duerme con su estómago vacío.
-Estamos fregados un coño. Nada, busquemos botín y piramos. Total, nadie vio nada, nadie sabe nada. Esto es así.
-Por lo menos tapa a la vieja, coño, que ya hiede y no soporto esas pepas mirándonos.
Es cierto, ya apestaba y no sólo el cuerpo tendido en medio de la sala, sino todo el asunto. Para esas alturas del trabajo con el escándalo, la luz fogosa proveniente del humilde ranchito, el barrio empezaba a alborotarse, pero sólo de paredes hacia adentro-nadie vio nada, nadie sabe nada-. Las ventanas, de rejas, se llenaban de miradas curiosas y atemorizadas, el aire fresco pero cortante y lleno de incertidumbre, se ahogaba en murmullos. Total, ¿a quién le iba a importar la pobre vieja del ranchito, viuda de 11 años y sin un hijo ni un nieto que la amparaba más de lo que podía hacerlo el crucifijo con la imagen del Nazareno pegada en la puerta deteriorada de su habitación? Escampaba. La sagaz brisa levantaba aluminios, batía las puertas y rejas todavía abiertas, con el frío de ese garúa, cualquiera malandro y jíbaro ya habría de estar enconchado en su decante lecho.
Ya habría pasado buen rato y los dos miserables seguían en su trajín, enfrascados buscando cuánta caleta hubiera, cuanto rincón alcanzara la mano de un ser vivo. Pero nada. Esa era una sentencia que no podían aceptar. Un dato falso, un peine pisado antes de comenzar el ‘negocio’ que supuestamente implicaba unos reales del seguro ferozmente guardados por la vieja. Crédulos, muertose’hambre.
-Ya fue primo, aquí ni pal pasaje, a volar.
Palabras tardías ahogadas por el sonido ovalado, oblicuo de una sirena que se acercaba trepidante, veloz. Penetraba en el barrio, en su llanura desconocida, con su rojo-azul-rojo sobre las paredes rústicas sin frisar en la entrada del callejón.
-Nada. Nos sapearon y nos ficharon desde antes que llegáramos.
-¿Será?
-Sí, estoy seguro que todo fue por el peo con el maldito uniformado en la Perimetral, maldito paco pajúo, sapo.
Y eran los 4 funcionarios bajando como bestias de una más grande-en este caso, la patrulla-era el zaperoco, el taconeo de las botas, el “Si me matan, mínimo, a una bruja de estas me llevo” y eran luego los gritos, los coñazos en la puerta y el posterior derrumbe, el intercambio inútil de verborrea para elevar testosterona, el presagio metálico de lado y lado emanando esa candela de muerte, plomo, arrechera, violencia.
Ahora es la madrugada, ahogada en podredumbre y muerte, ahogada en su propia profunda negrura, el funcionario abatido, los antisociales-uno inidentificable por la cantidad de tiros-y el otro que huye a ras de suelo húmedo, ahora siempre pendiente sobre su hombro, paranoico en cada alcabala, cada que un tipo con bolso de lado, lentes oscuros y mirada pesada se parezca a su próxima redención, con su tiro en la pierna como marca de su culpa, de haber asesinado sin más.
La madrugada repleta de terror, el niño que sigue con el hueco en el estómago, la lluvia fría, aún más fría sobre el cemento sucio y la procesión fúnebre de difusa viejita del ranchito, al siguiente amanecer repleta de familiares y dolientes anónimos. Es el barrio ahora, que sigue desangrándose día a día, como si tuviera una deuda, un servicio de tiempo completo que cumplir.
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