Hay cosas en la vida que sin darte cuenta hacen que tu corazón crezca cada día más hasta salirse del pecho, que con cada cosa que hagas, se vuelva algo tan magnifico como si fuera parte de ti; algo que está dentro de ti. Algo que funciona como un motor para tu cuerpo, que el esfuerzo que haces por ese algo se vuelva diversión, alegría y hasta placentero, por lo que dices cada día ''esto es lo que amo y por eso estoy acá''. La revolución que enciende tu corazón, alma y mente. Es eso que hace que digas sí a todo lo que se te enfrente y llegues hasta el último escalón en la meta que te has propuesto.

Desde pequeña mis padres me enseñaron el valor, amor y conciencia que se le debe tener a todo ser vivo que habita con nosotros; desde unas pequeñas hormigas, hasta un gran león.

Scooby era la cosa más preciosa del mundo. Era tan juguetón y enérgico, que a veces para casi todos era insoportable. Lo malo de esto es que el porqué lo adoptaron... (Cuando eres grande, tristemente entiendes esas cosas).

Él fue adoptado única y exclusivamente para que cuidara de la casa. Los problemas que eso acarreaba, era de lo peor.
Mis tíos nunca estaban en casa y dejaban al perrito al cuidado de mi prima (lo cual no era amiga de los animales).
Cada vez que me quedaba en su casa, las horas se convertían en minutos. No podía dejar de jugar con él (aunque a mi prima le molestaba muchísimo).
Ella siempre se inventaba qué hacerle; desde lanzarle agua, hasta querer meterle un pezado de rama (parte del árbol, palo, etc) por su parte trasera. Eso me... enojaba como no tienen idea. En el peor de los casos, hasta le dejaban pasar hambre
Cuando Scooby enfermó, no podía creerlo. Siendo una pequeña de seis años, sentía la empatía más grande por ese cachorrito (aunque ya estuviera grande, siempre sería mi bebé). Lamentablemente no aguantó y fue cuando decidió caminar por el arcoíris y llegar al paraíso de los animales caídos.

A lo largo de mi vida he visto como mi familia ha tenido cantidades de animales, y verlos morir por descuido es lo peor del mundo. Cada vez sentía un rencor muy grande por las personas que creen que ellos son sólo un guardián.

Cuando tenía quince años, mi primer deseo era el maravilloso regalo de poder tener un perro. Sin embargo, todo lo que recibía era un rotundo no como respuesta. De hecho, un día que salí de compras con mis padres, tuve la grandísima idea de pasearme por una tienda de mascotas (mala idea). Al entrar, mi vista la invadieron diez cachorros hermosos ladrando; no pude contener la emoción y me abalancé al piso a verlos. Eran tan hermosos y peluditos; el chico de la tienda me dijo que podía cargarlos (¡MALÍSIMA IDEA!). Cuando colocó uno en mis brazos, y esa preciosura comenzó a lamer mi cara, mis lágrimas estaban presentes en mis cachetes, mi corazón sentía las mil revoluciones por segundo, las piernas las tenía como gelatina y mi cuerpo frío como un témpano de hielo.

Mi madre me estaba buscando (pero obvio sabía donde encontrarme), así que no duró ni diez minutos, cuando entró y al verme colocó una cara que jamás olvidaré (su cara era de molestia absoluta). Se acercó y dijo que ya era tiempo de irnos, pero como era de esperarse... Las despedidas son muy díficiles.

Ya en el mar de lágrimas que tenía y la impaciencia de mi madre, todo el lugar se tensó. Le dije que yo podía comprarlo, que no me importaba gastar todos mis ahorros en él(tenía para las vacunas, esterilización, comida por 3 años y demás), pero ya saben, la respuesta era su rotundo no.

A regañadientes me monté en el auto acompañada del mar de lágrimas(de verdad no podía parar de llorar) y lo siguiente que me dijo mi madre le dio una medicina a mi alma: ''Te prometo que cuando cobre tendrás tu perrito'' fueron sus palabras.

Con el pasar del tiempo, mi tía tuvo una bella perra llamada Sasha. Era de lo más juguetona, cariñosa y lamía tu corazón con cada cosa que hacía. Lo malo era que vivía en otra ciudad y verla se volvía doloroso, porque nunca quise separarme de ella.

Cuando Sasha me veía, lo primero que hacía era hacerse pipí y lo segundo era lamer tus pies.

Le enseñé a dar la pata, porque ya sabía que era lo que le encantaba... ¡El pan! Se volvía loca cada vez que veía un pedazo de este. Hasta se sentaba, se echaba y se ponía de dos patas.

[He aquí a Sashita] (