Almas Errantes (relato corto)

in #relato7 years ago
    Tan solo las notas melancólicas de la triste pero hermosa melodía resonaban en la noche, rompiendo el silencio casi espectral del bosque, traspasando su negrura y su extraña inactividad. Todo alrededor del solitario músico parecía haberse detenido, los animales comunes en aquellos lugares no se podían escuchar en kilómetros a la redonda, ahuyentados o paralizados por la música, incapaces de moverse por miedo a estropear tan preciosa obra. Incluso el viento, que soplaba con cierta fuerza cuando el vagabundo llegó al lugar, había amainado hasta dejar de mover las hojas, convirtiéndose en cómplice del extraño personaje.

    Sentado sobre una roca lisa junto al lecho de un río, iluminado únicamente por la luz de la luna, se encontraba el hombre. Vestía pantalones y camisa negros, y sobre esta un largo abrigo del mismo color. Todo el conjunto lucía raído y desgastado por el paso del tiempo, lo que junto a la pálida piel de un rostro que reflejaba una paz ultraterrena, iluminado por la blanca luz de la luna llena, le daba un aire casi irreal. Solamente sus ojos, completamente negros y con la mirada perdida en el infinito, dejaban traslucir la tristeza y la melancolía de su alma, reflejada en la canción.

    Al igual que el agua del río fluía ante él, las notas surgían con total naturalidad del instrumento, extendiéndose alrededor, cubriendo el bosque como un manto, perdiéndose entre sus numerosos árboles. Nada variaba en su rostro ni en su postura, nada perturbaba su gesto, y ni siquiera su melena negra ondeaba ya movida por el viento. Tan solo sus dedos, ágiles y delicados, bailaban sobre una flauta travesera completamente negra. A su lado reposaba una pequeña mochila de cuero que contenía sus escasas posesiones.

    Mientras esta escena tenía lugar, a lo lejos una dama se encontraba también junto al río, kilómetros más abajo en su cauce. Se había acercado a beber, dispuesta a hacer una pausa en su camino en un sitio que parecía tranquilo, pero ahora se encontraba mirando en la dirección del sonido, encantada y conmovida por la melodía, casi aturdida, inmóvil sin saber concretar por qué. Lucía las ropas propias de una persona acostumbrada a viajar, pantalones y chaleco de cuero sobre una camisa blanca, y unas botas altas. Sin embargo, había también un elemento singular en su escaso equipaje, un elegante violín, de excelente factura.

    Cuando finalmente se recobró de la impresión, lo tomó entre sus finas y delicadas manos, apoyando el instrumento entre su hombro y su mandíbula y sujetando firmemente el arco en la otra mano. Cerró los ojos y escuchó, tratando de no dejarse llevar por las emociones, siendo capaz así de encontrar el tempo, el instante en que debería comenzar a tocar para fundir su melodía a la de alguien que tocaba en otro lugar, que no podía ver, pero al que casi podía sentir. ¿Cómo sería aquel ser, hombre o mujer, que en mitad de la noche practicaba su arte en aquellos parajes? Debía ser una persona solitaria, pues no se escuchaban los ruidos propios de un campamento, ni era una canción adecuada para tal entorno. Parecía convivir además con una enorme melancolía, una tristeza más allá de lo comprensible, pues aquello transmitía la canción. Por eso la había paralizado de aquel modo, conmovida, cuando había escuchado las primeras notas, a punto de romper a llorar sin razón, de un modo incontenible. No podía transmitir aquellos sentimientos con tal intensidad si no los tenía alojados en lo más profundo de su ser.

    Pasaron segundos, o quizá minutos, hasta que encontró el momento. En lo que parecía una breve pausa del instrumento de viento, comenzó a tocar. Instantes después ambas melodías se mezclaban, se fundían, danzando en la noche, transportando sentimientos y rasgos de sus intérpretes. Era como si sus almas, las almas de dos completos extraños, ejecutasen un armonioso baile bajo la mirada atenta de la luna. Jamás se habían visto, y sus cuerpos se encontraban a kilómetros de distancia. Sin embargo, a través de la música, se acariciaban con dulzura y se susurraban al oído sus más hondos secretos y pesares, vertían lágrimas invisibles que el otro secaba con delicada tranquilidad. Se complementaban. Poco a poco sintieron que perdían de algún modo su individualidad, adaptándose tan bien al otro que la melodía parecía obra de un solo autor, fundiéndose en un ser formado únicamente de música y sentimientos, pero tan real y tangible como sus propios cuerpos.

    Eso mismo pensó el vagabundo al escuchar la intervención de la mujer, que lejos de molestarle, le intrigó. Era una situación tan poética, tan hermosa… y sin embargo tan irreal que llegaba a resultar dolorosa. Sentía la necesidad de descubrir quién era el otro intérprete, pese a que con ello pudiese romper la magia del momento. Siguió tocando, pero tras llegar a otra de las breves pausas, dejó de hacerlo. Guardó presuroso el instrumento en la mochila y se levantó, echando a correr en dirección a la criatura que tocase aquel celestial violín. Sus duras botas de cuero resonaban ahora en la noche, pisando hojas, rompiendo pequeñas ramitas, perturbando la paz del bosque. Aún así le llegaban nítidas las notas del otro instrumento, lo que le permitía orientarse pese a que bajo las copas de los árboles apenas llegaba la luz. Si al otro lado de su camino le esperaba la alegría o la decepción era algo que no podía saber, pero era un riesgo que debía asumir.

    El silencio de la flauta inquietó a la hermosa mujer en un primer momento, pero pronto pudo escuchar la carrera y supuso que el músico había puesto en práctica la misma idea que rondaba su mente. Esbozando una sonrisa, probablemente fruto de la ilusión por conocer a la otra persona con la que ya había compartido tanto, siguió tocando con los ojos cerrados, esperando. Hacía tanto que tocaba que los dedos empezaban a dolerle, la piel rasgada por el contacto prolongado con las cuerdas, y sin embargo tenía la sensación de que apenas había compartido durante unos minutos su melodía, sus sentimientos. Nuestra percepción del paso del tiempo varía según en qué lo empleamos, y en esta ocasión podrían haber dedicado la eternidad a su sinfonía sin que les pareciese un periodo excesivo.

    La sangre brotó finalmente de los dedos, manchando las cuerdas y haciendo que un olor metálico se posase a su alrededor. Instantes después escuchó como se detenía la marcha del otro músico, al parecer a escasos metros del claro en que se encontraba. Abrió los ojos y, con delicadeza, posó el violín en el lugar en que descansaba su mochila, un viejo tocón oscurecido años ha por el fuego. Dejando caer las manos a los costados, goteando el rojo elixir hasta el suelo desde la mano izquierda, esperó. Apenas podía discernir el contorno de una figura, al parecer masculina, en la espesura, pero estaba segura de que él la observaba. No habló, se limitó a contener la respiración, expectante, hasta que no pudo más y exhaló un profundo suspiro. Cerró los ojos de nuevo, esperando así despejar las dudas del vagabundo sobre si debía mostrarse. Necesitaba verlo, pero quizá aquello lo ayudase a tranquilizarse o a superar una hipotética timidez.

    Un silencio tenso, seguido de unos cortos pasos entre los árboles, siguió al suspiro. En el claro en que se hallaba entró finalmente el hombre, recorriendo además la distancia que los separaba en silencio, hasta situarse a apenas medio metro. Con delicadeza y cuidado, tomó la mano herida de la violinista, besando el dorso en una reverencia y lamiendo a continuación la sangre. Acto seguido sacó un pañuelo de tela de uno de los bolsillos del largo abrigo, con el que cubrió la herida. Sus modos eran tan desusados y extraños que resultaban desconcertantes, sin embargo la faz de la mujer, que había permanecido seria ante el comportamiento del extraño personaje, mostró entonces una cálida sonrisa. Abrió los ojos y contempló a su acompañante, su aire distante e irreal, como si perteneciese a otro mundo. Dando un paso adelante, rompió la escasa distancia que los separaba, susurrando al oído del recién llegado un “gracias” que apenas se pudo oír. Realmente no necesitaban hablar, y en respuesta recibió un abrazo del hombre, un abrazo que ambos necesitaban, que rompía en cierto modo la soledad inherente a sus modos de vida, que los hacía sentirse cerca de otra persona. Tras compartir su música y sus sentimientos, podían comprender a la perfección al otro, y ambos sabían que lo necesitaban, se necesitaban.

    Tan solo unos momentos después se encontraban sentados en las rocas, la cabeza de ella apoyada en el hombro del músico, el rostro del hombre ladeado hacia la mujer. Mirando sus instrumentos, sus escasas pertenencias, sobre aquel maltrecho tocón, hablaban de sus vidas, se contaban historias y anécdotas, pasaban el tiempo. Al día siguiente el sol los descubriría tumbados junto al lecho del río, fundidos en un cálido abrazo, abandonada la melancolía para dejar paso a la paz y a algo que quizá fuese ilusión. Ahora tenían la certeza de que más días acabarían entre melodías, y otros muchos los sorprendería el amanecer en aquel placentero abrazo. Los sentimientos y sensaciones que naciesen con la música se habían materializado. Habían desterrado a su soledad, y pese a que seguían siendo dos vagabundos, dos almas errantes, dos seres que nada tenían de especial entre los millones que habitan el planeta, veían la vida desde una nueva perspectiva…

Pongo la imagen al final porque me gusta que aparezca en el thumbnail del relato, pero no partir el texto.


Image source: https://booknvolume.com/2015/04/21/torn-2/


Aquí os dejo otro relato que escribí hace algún tiempo. Como siempre, espero que os guste, y cualquier comentario será bienvenido. Releyendo hoy quizá hubiese cambiado algunos detalles, pero finalmente he preferido publicarlo en su forma original.
And as always:
[No english version for now sorry ^^". May come in the following days if I feel like it.]