Prefacio | La metamorfosis de Kay

Párrafo Muchos de ustedes pensarán que ser una princesa de la realeza consistía en lucir bonita, ser educada, impartir bondad, ser altruista y una buena chica las veinticuatro horas del día. Otros imaginarán que se trataba de apoderarse del dinero de las personas, vivir entre lujos, comida y bañarse en la sangre de los inocentes. Pero solo una poca cantidad de ustedes entenderían lo que implicaba ser de la realeza.

El rostro de la familia real era más poderoso que cien soldados de Roma, un ejército de talibanes o una manada de rinocerontes. Tenía la capacidad legal de ejecutar en público a cualquier persona que incumpliera las leyes o no fuera bien recibido por el apellido real. Aunado a que eran las personas más conocidas en todo el planeta tierra.
Así era mi vida: un conjunto de modismos artificiales, lujosas reuniones, juntas de congreso, disputas legales por territorios ajenos o una simple corona que el pueblo se negaba a vislumbrar sobre la cabeza de mis padres. Teníamos la vida perfecta para el exterior, los medios, el resto de los países o los duques que nos rodeaban.
La majestuosidad de la familia real era el deleite de Inglaterra; la joya de la corona.
Lo que ninguna persona, ajena al círculo social conocía, era la que una princesa aspirante al trono comenzaría a vivir sepultada entre gritos ahogados, perfume de sangre, una corona de espinas y una daga en el corazón.
Esa fue mi verdad, la que estaba a punto de contar.