Luego de una separación o divorcio, creo la primera pregunta que cruza por la mente de la persona que se queda atrás es ¿Y ahora qué? El ser humano en su complejidad es un ser de costumbres, rutinas, un mamífero que no está diseñado para la soledad como camino de vida. Esas rutinas te dan seguridad y confianza para afrontar la vida. La compañía te permite tomar fuerza y cargarte de valor, sientes motivación para cumplir sueños más allá de las fronteras del yo.

Pero allí estas, despiertas un día y te encuentras que ya no debes esperar el baño, no debes hacer otro desayuno o por el contrario debes aprender a hacerlo, en algunos casos toca aprender a manejar el auto, tomar el autobús, volver a darle prioridad a los gastos adecuándolos a tu ingreso y así un millón de cosas que antes dabas por sentadas y ahora ya no son.

El quiebre o ruptura que se da en ese momento merece tú atención, tú pena, tú luto, ya que el cierre de estos ciclos son los que te permitirán salir adelante, por ti y por los hijos involucrados de ser el caso. ¿El tiempo necesario para ello? Dependerá solo de ti, de tus fuerzas para continuar y entender que a nadie se le obliga a querer, a estar, a quedarse, a amar. Muy especialmente el tiempo dependerá no de lo mucho que amabas a tú pareja, sino de lo mucho que te amas a ti.

Cuando empiezas a descubrir ese amor para ti y por ti, te das cuenta que no es que las cosas pasan por una razón, sino que el universo te abre las puertas a descubrir el amor que mereces, que no deben ser migajas, que no debe hacerte sentir menos, que él o ella no era el único que iba a quererte, que antes de entregar tú amor debes amarte a ti mismo, que la felicidad es una decisión de vida y depende totalmente de ti, que la vida es una y tú decides como la eliges vivir, que ni siquiera los hijos son razón para quedarse, porque la lección más importante que deben aprender de la relación de sus padres es amar desde el respeto y no a estar juntos por obligación.