Embriolatría: una adoración tan inefable como el castellano
Primero percibimos una anomalía periférica de la carne; la posibilidad de sentir, lo cual, en yuxtaposición al estadio embrionario y luego al feto por imposibilidad de expresión y desconocimiento de sus límites, nos sitúa en una densa obscuridad, incluso mayor que la del vientre; que podemos gritar y que podemos gemir y que, pletóricamente, ambas pueden ser significación de lo mismo, de dolor o de placer. Luego, percibimos la cualidad connatural de expresión a través de la carne sintiente. Seguidamente, todo se conjuga como estallido, como un volumen que, corporeizándose de forma erguida en toda la sinuosidad osificada revestida por célula y músculo, demanda liberación: como un seísmo musical, el sufrimiento entra en efervescencia, dimensión en aumento, plétora que traspasa el barrote y, como un disparo veloz, atraviesa todo consistencia, toda densidad, toda carne; el prósopon —delante de la faz, de la cara; máscara— lo hace resonar; pues, de la misma forma en que en la antigüedad no existían mecanismos para proyectar la voz hacia la audiencia y se utilizaban máscaras con una abertura solamente en la boca, el sufrimiento, con el fin de no derramarse en toda dirección del interior deviniendo pétrea sedimentación, utiliza el vestíbulo bucal para estallar y derramarse en direcciones varías cual vendaval, cual cascada, cual burbujilla en efervescencia en la botella de soda.
El sufrimiento sin hondura no existe, es al hombre aquejado lo que el color lapislázuli al fondo del océano: una especie de expansión que desde el momento de su constitución y como tal, consecuencia natural, es como una metástasis que todo lo arropa o como lumbres miles y focalizadas, que configuran un aspecto general, notorio. Los hombres prehistóricos, según la historia, encontraron en las cavernas un lienzo pedregoso donde cincelar a gusto. En cuantos signos extraños pintados en cavernas se encuentran retratados indecibles dolores y penurias y también, alegrías y gozos. Aún no hay indicios del primer feto que haya cincelado cosa alguna en la caverna uterina: porque no siente ninguna de las dos cosas. Esto es significación de la incapacidad de sentir, por ende, incapacidad de expresión. La inanidad del feto como «ser», entraña una serie de facultades que inhiben a cualquier paroxismo demoníaco a verterse en la ramificación sensorial… «Inanidad heroica» la de aquello que no puede experimentar y por lo tanto expresar… O mejor aún, «inanidad inalienable». Como se le quiera llamar. Existe, es pluricelular, está vivo y sin embargo, no sufre la expiación, la condena, la pena, el sufrimiento, erigidos como norma y como trama universal. La verdadera infancia, diría un antinatalista como David Benatar, a tener en cuenta está en el vientre materno, la cual se pierde para siempre cuando se ve luz por vez primera.
Frente a los demás organismos vivientes e inorgánicos, la especie humana, biología y sinuosidad desclasada, experimenta una discordancia suprema con todo lo que le rodea cuando experimenta lo insoslayable para la carne y que sólo encuentra término con la expresión. Una flor abriendo sus pétalos no encuentra paroxismos ni sufrimientos, el hombre, por su parte, cuando abre sus pétalos o más precisamente, sus alas, encuentra en todo una posibilidad de congoja. Y sólo tiene dos opciones: callarlo o expresarlo. Y ninguno de los dos obstruye, ni sirve como paliativo al caos de sentir, sentir demasiado, sea lo que sea. El hecho de sentir, sea física o emocionalmente, nos dice que somos susceptibles al sufrimiento; con todas las cosas a las que somos susceptibles, es como si las hubiésemos aprehendido en la célula; aprehensión plasmática, de la sangre. Aprehensión del devenir del sufrimiento: eso somos nosotros, un resorte para todo, lo demoníaco y lo divino. Del embrión lo que me fascina es esa suspensión en la que se encuentra, más profunda que la del feto, donde si acaso, hay un ser.
Nosotros, célula de dolor, materia adolorida, carne que aúlla, órganos resquebrajados por un devenir que nos recuerda muy seguidamente la mortalidad y la debilidad. Una sensación repetida hasta el cansancio; la capacidad de sentir conduce a la abulia, a la flojedad por crisis, no obstante, con una mueca simiesca, con un discurso que es más mutismo que palabra, nos arrojamos al arroyo de la resignación que no es otra cosa que seguir sintiendo lo mismo inconscientemente sin respuesta, sin queja. La resignación, en todo caso, debería adjetivarse como «embrionaria». Pero ese no es el embrión al que queremos o deberíamos apelar, sino uno “realmente” originario, prístino, que remita a suspensión del ser de sí y no a un nirvana por desfallecimiento como sucede con la resignación…
Incapaces para embrionizarnos, fingimos aceptación: si no lo gritamos hacia fuera, igualmente lo gritamos hacia dentro; acción de derramar o de sedimentar, qué más da. Pero no es aceptable una embriolatría: el culto a los vacíos propios que no podremos llenar jamás, sólo conduce a un vacío superior. No soy fan de los embriones, tan sólo, como a cualquier desdichado, se me da la capacidad de ser glosador de todas las cosas para las cuales la carne experimenta inacceso y sufrimiento: porque puedo sentir, sentir demasiado, muy a mi pesar.
TE SIGO,, EXCELENTE
Holaaa. Gracias por leer.
Recorrido intenso pletórico de sensaciones y pequeñas ilusiones basadas en profundos sinsentidos, dicen que el recorrido es por un valle de lágrimas. Gracias por enseñarnos las intensiones del alma expresadas en la carne.
Abrazo Fuerte, @Cavilación!!
Abrazo de regreso para ti @leveuf lectores como tú alegran mi estadia por aquí. Cuídate mucho.
Es un intenso placer pasar por aquí siempre!!! Más abrazos!!! :)