La infelicidad es un «tiempicidio»

in #spanish7 years ago

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Todos, solemnemente, sumergidos en la indigencia, en la laxitud subestimada y excelsa de ese desfallecimiento sui generis imbricándose hondamente, alzamos la mirada, una muy arisca por el ardor y a la vez sin fuerzas para poseer por lo lánguido de las fibras, para sentir en la retina la incandescencia de esa constitución ígneamente oronda del astro mayor que, como si por cosa estética, su aspecto consistiese en deflagrarse sin degradarse internamente; buscando significaciones para este período singular, único y que parece ser siempre esjatológico, —por aquello de que la indigencia de la corporeidad humana marca el final de la misma— que, sin indulgencia o escrúpulos cósmicos, sean arrojadas cual gotas de agua mínima, cual garúa limeña, en nuestros rostros acanalados por el singular siniestro del tiempo. La palabra clave, agazapada como un duende, a ratos, sentada a horcajadas en la medialuna ensombrecida o hematoma pendular o, simplemente, ojera; frunce el ceño a través de la expresión de signo de interrogación que se cincela en la cara del lánguido cada vez que eleva la mirada hacia el cielo, preguntando con sumo cansancio «¿Cuándo acabará la podredumbre?». El cielo esta preñado o lo estuvo al momento de hacerse por la palabra; en su vientre sólo tiene silencio, pero no floreciendo cual feto, porque el silencio dentro del cielo, por ontología, no está hecho para ser dado a luz, sino para dar luz, ofrecerla. Bien sea en arteros golpes chaplineanos o ruidosos o, más sugestivamente, en contenido nouménico —contenido aprehensible con el intelecto, la idea, en aquello que no forma parte de la realidad inmediata; es decir, lo no fenoménico—. El languidecido enjambre de células y fibras ha de entender una cosa: el silencio, lo único que recibe como respuesta, es voluminosa cascada de píxeles que debe juntar en una representación mental, para responderse a sí mismo «¿Cuándo acabará la podredumbre?». Posiblemente cuando la felicidad empiece. Es lo que él barrunta. Lo que cualquiera vislumbraría. Se ha respondido. Ahora viene lo cumbre: ¿Cómo encontrar la felicidad?.

Por fortuna, la felicidad no es inefable, a pesar de que el hombre haga un esfuerzo gigantesco por axiomatizar su aparente edenidad. De forma perentoria, el aciago del común, la ubica en el tiempo, más precisamente, en apenas una tajada de tiempo, incluso a veces, en el jirón diminuto de un cuarto de hora. La felicidad se mide en momentos, suele decirse. Entonces, el concepto ha de suponer una ramificación por etapas y, cada etapa, es cada momento. Que concepto tan lúdico para la felicidad y que manera tan despectiva de conceptualizarla. Si a románticos aspiramos, por absurdo o por obsesión, incluso por genuina estupidez juvenil, al menos conceptualicemos a la felicidad como una imposibilidad del devenir del tiempo en la que, suspendidos del arroyo ontológico de fenecimiento, se consiguieran en todos los relojes, a modo de ceniza asentada, las células muertas de Chronos. La felicidad, si quiero ser romántico, ha de ser un tiempicidio. El tiempicidio no es un «momento» en sí mismo: sino el cese de todos los momentos. El tiempo sería, por lo menos, una abstracción calcificada.

La fragilidad es el sucedáneo del nacimiento; toda existencia es frágil por definición, porque está sometida al devenir del tiempo. Decir que la felicidad se mide en «momentos» es disponer su esencia a la incorporeidad de un asesino atemporal y abstracto. El tiempo lo controla todo indirectamente; porque nosotros, materia sometida, somos la significación de sustentabilidad de un vocablo hegemónico… Y aún sin nosotros habitando la tierra, el tiempo seguiría siendo para todos los organismos inanimados. Hay que sustentar de algún modo esta carne quebradiza. El bienestar es la única forma de operar contra la fragilidad. Bienestando. El bienestar, a diferencia de la abyección blanda de fracciones del tiempo medida en momentos únicos e irrepetibles, es un momento único e irrepetible que no tiene mediciones porque es una vida entera: de forma diáfana, si la felicidad no es una vida, vivida en toda su absoluta complexión, no es felicidad sino una fracción de tiempo encarnizando la figura del olvido para operar en contra de la vida en la que, obviamente, no hay bienestar alguno. La imagen de la felicidad dentro de la literatura griega, según estudiosos, es la de la abundancia.

En la literatura griega, según historiadores y diversos estudiosos de la materia, el vocablo para hablar del sentido práctico y material de la vida, en el sentido de la sustentabilidad de la existencia a través de la carne y sus necesidades, era eudaimonia. Su traducción significa literalmente «buen demonio». Los griegos lo describían como una especie de genio, una “divinidad indeterminada, mediadora entre Dioses y mortales, que otorga la senda de prosperidad a los mortales”. Es decir, para los griegos el «bienestar» o la felicidad misma, se trataba, prácticamente, de un regalo. De una arbitrariedad pérfida, diría yo, porque las buenas fortunas no provendrían del esfuerzo bruto y el intelecto sino de la mediación que ejerce un «buen demonio». Desde luego, la eudaimonia tiene aristas de distintos literatos y pesadores. Pero, la prístina, la acepción primigenia: ¿No es acaso la felicidad, dado esos términos originarios, una veleidad artera y perversa? Muchos preguntarían «¿qué tiene de malo un regalo de cierta divinidad desconocida?», y se vale decir que, francamente, lo tiene todo malo. Porque el «bienestar» sería el capricho de una entidad indeterminada. Algo irracional, porque escapa de la conciencia y la razón; la voluntad sería una transliteración, entonces, del «cansancio», porque cada muestra de fuerza de voluntad remitiría únicamente a un cuerpo transido de resignación, ya que, de forma inexpugnable, toda suficiencia física estaría atrapada en una veleidad; el designio de quién sabe qué.

La infelicidad, desde este punto de vista, es permanecer fuera de la periferia de un «buen demonio». No te aleja de la pérfida veleidad, salvo que la ausencia de eudaimonia la conviertas, por medio del intelecto, en una teoría plausible; en un ateísmo benévolamente fundado, erigido para desconocer todo lo que no provenga del sudor de tu frente.