Amor en tiempos de crisis. (Parte I)
Tristán e Isolda.
De los muchos elementos en crisis que manifiesta la reciente discusión en Argentina sobre la legalización del aborto, del que menos se discute es quizás el de la realidad misma del amor humano. Una poligamia vergonzosa o cínica, la pérdida del sentido del hogar, la mecanización de los gestos y de los sentimientos son otros de los síntomas de un mal que poco a poco se insinúa en todas las capas de la sociedad. Ciertamente, no solo el amor es la única realidad en crisis. Nos encontramos en un momento en el que no solo se conmueven los fundamentos “del orden antiguo”, sino que también se ponen en discusión las bases apenas consideradas del orden nuevo.
Buscando una posible raíz a esta crisis Gustave Thibon, en su ensayo La crisis moderna del amor (1953), considera que no se trata de un fenómeno exclusivamente psicológico o moral: “puesto que el hombre no es solamente espíritu, sino que es además animal, y sobre todo animal social, la influencia del medio en que vive juega un papel importante en la determinación de sus sentimientos y de su conducta. Más que la libre elección del espíritu, lo que forma la inmensa mayoría de los individuos es el clima de la ciudad. Y si el hombre moderno vacila y busca su camino a través de las ruinas de las costumbres y de las instituciones milenarias súbitamente derrumbadas, ello es debido mucho menos a causas derivadas de su malicia y su locura, que apenas varía a lo largo de los años, que a causa del cambio prodigioso que desde hace un siglo se ha operado en las condiciones de su existencia”.
Caractericemos, por un momento, al habitante actual de una “metrópolis”. Vive en un gran edificio, trabaja en una transnacional con sede en prácticamente todos los lugares habitados del planeta, frecuenta hombres y mujeres de todas las razas y de todos los países, a cada hora recibe ―y envía― toneladas de información a través de su smartphone, sometido a un flujo prácticamente interminable de noticias e imágenes de todas las cosas conocidas hasta el momento. Ni hablar del acoso incesante de la publicidad, del que difícilmente puede zafarse. No dispone de un rincón solitario para relajar su cuerpo ni de unos minutos de silencio para recoger su alma: nada protege su intimidad de los asaltos del mundo exterior (recordemos que, para el momento en que Thibon escribe estas líneas, todavía faltaba un buen tiempo para que apareciera Instagram). El hombre se hace incapaz de responder ―profunda y totalmente― a solicitudes tan numerosas y contradictorias. De ahí que adquiera la condición de ser una especie de “estomago sobrecargado por excesivo alimento, que elimina en lugar de digerir… En el que todo está de paso, nada se detiene”. De ahí el carácter impersonal y esa constante inconstancia de sus opiniones y sentimientos.
En conclusión, “la crisis que agita al mundo moderno no es otra cosa que la reacción servil de las almas a la multiplicidad y a la rapidez de las excitaciones que les impone la corriente de una civilización material prodigiosa, desprovista de contrapesos biológicos y espirituales: es la adaptación impura y forzada del mundo interior al mundo exterior”.
Ciertamente, la crisis del amor es solo un caso particular de esta crisis universal. Con bastante frecuencia, el amor (per)jurado, apenas traspasa la “zona superficial” de la atracción. Con palabras de Chamfort no se trata de algo más que “el intercambio de dos fantasías o el contacto de dos epidermios”. Eliminada la elección concreta y personal, la fusión total e indisoluble de dos seres —junto con sus destinos—, da paso al desarrollo paralelo de un idealismo vacío (estandarización de la belleza y del encanto, degradación del “eterno femenino” en imágenes de cine, etc.) a un materialismo exangüe (el amor concebido como deporte, expansión física, sacudida nerviosa, acompañada de una indiferencia casi absoluta por el compañero), testimonio moderno de una sexualidad cada vez más anónima.
Para Thibon, el amor moderno se ha divorciado de aquellas realidades que constituyen su clima normal:
• Ruptura con la especie:
La tendencia “atrasar” la llegada de los hijos en las parejas jóvenes se ha hecho tan frecuente, que podríamos considerarla ya una costumbre. Sea por motivos de “realización profesional”, o por la ansiada consecución de una supuesta comodidad que asegurará el bienestar del recién llegado, lo que queda claro es la ceguera que impide ver al hijo como la consecuencia natural y común del amor. Su aparición eventual, ¿no la consideran muchas parejas como un accidente enojoso, como un desgarrón en la trama frágil del amor, como una especie de expiación de la voluptuosidad cuyo pago es legítimo esquivar?
Los “progresos” actuales relacionados con el aborto se explican muy bien por el repliegue idólatra de la pareja sobre sí misma. Con palabras del autor: “Es evidente que, si la pareja es Dios, si no persigue otro fin que un pequeño bienestar y una pequeña seguridad para dos, el niño que viene a romper el cerco donde la aísla su doble egoísmo, sólo puede ser tratado como un intruso o un aguafiestas, estando permitidas contra él todas las medidas de defensa y de expulsión. Este estado de cosas justifica la frase del moralista: el peor enemigo del niño aún es el amor.”
• Ruptura con la sociedad:
El amor moderno también tiene la tendencia a sustraerse de su ambiente social. En las uniones de antes, es bien conocido el papel que jugaban ―muchas veces inhumano¬― las consideraciones de casta, categoría social, fortuna y religión. Hoy, esa realidad ha cambiado: la mayoría de la gente se casa sin consultar otra cosa que su “corazón”, a su capricho, y se generalizan las uniones entre personas de diferentes razas, tradiciones, medios sociales y culturales.
Es evidente que no se trata de volver a vivir una caricatura de las viejas costumbres de siglos anteriores: las tradiciones solo pueden a ayudar a los individuos en la medida en que permanecen vivas. Sin embargo, nuestro autor hace que nos fijemos en un hecho: “la miseria humana se ha dado en todos los tiempos y en todos los lugares; las querellas las tentaciones, los adulterios, nuca han dejado de amenazar el equilibrio conyugal, pero hubo un tiempo en que la fuerza de las instituciones era tal que los peores conflictos individuales no llegaban a dislocarlo. En los instantes peores, los esposos sacaban, suministradas por el organismo social del que formaban parte, la paciencia de permanecer fieles a su vocación. […] Hoy, los enamorados, privados de estas tutelas, no tienen otra garantía de fidelidad que el ardor y la duración de su pasión.”
• Ruptura con Dios:
Finalmente, el amor se separa cada día más del ambiente religioso del que fue participe desde los comienzos de la humanidad. La vinculación del matrimonio con una dimensión divina, llevada a cabo por la mayoría de las civilizaciones es un dato antropológico que manifiesta como la unión entre hombre y mujer para la consecución de un proyecto en común, no viene como resultado del ser meramente “macho” y “hembra”.
Buscando la raíz de esta ruptura, Thibon propone que el hombre que rechaza la religión no deja de ser un animal esencialmente religioso: lo único que hace es poner su sed de absoluto en objetos relativos. Cualquier cosa creada que pretende elevarse por sus propias fuerzas por encima de su nivel natural, vuelve a caer automáticamente por debajo de este nivel: cuando sobre una cosa finita se abate un deseo infinito, no tarda en reducirse a la nada: el que de la libertad hace un ídolo se inclina ya hacia la esclavitud, y el que adora un amor está maduro para la decepción y la inconstancia.
Hasta acá el esbozo de la crisis. Sin embargo, de modo imperioso, nos asalta la pregunta: ¿y no hay nada qué podamos hacer entonces? En la próxima parte, Gustave nos facilitará, amablemente, sus propuestas.
Fuentes de las imágenes utilizadas en el texto:
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