[Los viajes oníricos de Sergio Broz] El diente de la cobaya

in #spanish7 years ago (edited)

Los holgados cuadrúpedos, los reposatalones almohadillados se alejan de mis instintos. Husmean algo en el trazado olígino de este laberinto. Algún ácido fosfodescendente. El anhelo de amor los hace desistir, los torna hojas de papel, tan fino que pierden su estado mullido de apoyapiés. Tienen miedo de perder su identidad y escapar de mis ansias romantistas. Los cuatro corren y cortan una esquina en forma de ancla. Los pierdo de vista.

Mis únicas herramientas ya para salir de aquí son mis facultades: mi vista, mis veinte dedos. Podría tocar una sonata imaginaria en las teclas del séptimo camino, uno de los más espaciosos y menos oprimentes del lugar. Fascaño la ceja del estío, los arpegios y acordes discordes fluyen por mi mente. Entorno los ojos, la música sueña y suena en mi cabeza. Se materializa. Ondinas de arpa de plata y teclas de rinoceronte con dientes de sable.

Cada columna del Alto Salón, en el horizonte, muy por encima del laberinto. Cada columna es una tecla, y las oscuras nubes que las rodean son los semitonos. Las teclas negras, de ébano y etanol formaldehido de nubes. La composición musical se extiende. Más que sonata, podría trocar sinfonía. Los instrumentos, de hueso y arnés; las tubas de una tonelada de oro macizo; las flautas de goma arábiga parloteando con las trompetas de latón y estaño, nacidas del verdor de la sagrada copa de whisky escocés caída a la fuente de la eterna senectud.

Oh, mi barba desciende a chorro hacia las baldosas grises. He contemplado el camino, un roedor lo ha escamado y me ha dado la clave. Corro y corro pero el horizonte da vueltas y vueltas en un vals austriaco. Demasiada precisión en el tempo, demasiada armonía repentina. El horizonte se acompasa, las columnas son pentagramas disparados hacia el cenit. El vals me va a hacer vomitar, voy a perder de vista la salida del laberinto; del camino, al menos, correcto para continuar.

No importa el horizonte, el norte, el oeste o el sur. Corro hacia la marca de la cobaya, el roedor me espera allí. Su diente es la única brújula. Corro, corro aunque todo me dé vueltas y el tiovivo de tamaño planetario intente absorberme en su maelstrom. Debería sentir más calor, debería sudar por todos mis poros y por el muñón de la rodilla. Pero siento frío, noto crecer los témpanos de hielo, agrandarse, abrazando las esquinas del laberinto. El roedor es ya una estatua refrigerada. No lo alcanzaré. No saldré nunca de aquí.

Piensa Sergio, piensa en la patata asada junto a la vía del tren. En la llama acogedora, tu único hogar. Piensa en el pan tostado, la dulce corteza espolvoreada de harina, crujiente. Dejo de correr, la sonata se torna coro de sirenas del hielo, fluyendo por los espejos antárticos. El blanco es tan blanco que quema mis retinas. He perdido de vista al roedor. No saldré nunca de estas paredes ciclópeas, translúcidas. La sirenas planean a metro y medio sobre las baldosas, surfean los túneles de hielo como gusanos motorizados. Parecen larvas teledirigidas a la ciudad Tecnográfica de Cumas, en la constelación de Orión. O en las Híades.

No debo perder la concentración ahora. Avanzo y desoigo los paganos ecos de las frías brumas. Más allá de las cúspides antárticas y los tronos de sal debe estar el roedor. El diente de la cobaya. La cobaya de la muerte roja y la etherna juventud. La del maíz bordolado. Una salsa bullabesa derrite ahora el hielo y el cielo. No los distingo. Los tubos de las sirenas se llenan de vapor. Ya no se deslizan. Reptan demacradas. Un pequeño triunfo, pero debo continuar mi sonata, imaginarla sobre otro escalón. En el nuevo cielo. Sobre las estrellas.

El cielo se ve ya negro e imperial espejo. Los brazos de la galaxia y los cúmulos de luz distante. El reflejo arriba de lo de abajo. Orión, y las Pléyades, y en medio el Toro. Aldebarán. Céntrate en la gran estrella, corre hacia ella. Hacia la luz dominada por el Sol Negro. Me contaminará, pero podré salir de aquí, aún quemando mis veinte dedos. Quince. Oh, no, voy a despertar. No, la sonata, los acordes, los contrapuntos, la nana. Concéntrate en la sumisión a Oniros. Desbroza la cuarentena y sortea la panoplia de cachetes. Los violines contrapunteados chirrían. Malo. Voy a despertar. Soy demasiado consciente. Salto hacia las estrellas, la elevación me hace reír. El roedor se esconde detrás de una nube de menta y cuatro gominolas, dos verdes, una roja y la amarilla. La cobaya mordisquea una verde. La acaricio. El Sol Negro lanza un rayo y me quema el corazón. Los violines forman olas de metano. Me hundo. La cobaya se ha consumido, solo queda su esqueleto. Lo conseguí, tengo el diente. Me asfixio bajo el metano.

Despierto.

[Cuaderno de bitácora de sueños - 3 de Marzo de 2015]


Fuente de la imagen
Texto propiedad de @chejonte

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Uf, me daba la sensación de encontrarme dentro del paisaje de un cuadro de Dalí. Pero saltando entre morfing del estilo de Magritte.

Llevo retraso con las lecturas, pero me intentaré poner al día. Un saludo, Chejonte.

Gracias por el comentario @iaberius Yo llevo 10 dias sin internet en casa. A ver si jazztel se digna ya a darme linea de una vez. Apenas he leido articulos.

Ya se te echaba de menos, ya.

hola muy interesante
feliz miercoles

Hola @txatxy Gracias. Parece que Bart Simpson ha salido a su padre, visto ese graffiti, je, je.

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