El Enigma de las Esclavas de Ojos Azules y Ojos Negros
Saludos queridos amigos hoy les traigo un relato interesante de un famoso libro, oyeron alguna vez hablar del libro "El hombre que calculaba" ?es un libro con el cual las personas que no les agradan las matemáticas terminan por gustarles, ya que trata de la matemática de una forma didáctica, divertida y entretenida para el lector. Escrito por Malba Tahan,uno de los pseudónimos de Julio César de Mello Souza, profesor y escritor brasileño .
El protagonista -Beremiz Samir - es un joven calculista persa que reúne y practica todas esas condiciones juntas; que no deja de maravillarnos por la ingeniosa manera de resolver los problemas de lógica y de matemática a que es sometido tantas veces.
En el penúltimo capitulo existe un problema matemático interesante y el relato inicia así:
Beremiz había rechazado todas las ofertas de riqueza y poder que el Califa Al-Motacén le había hecho, como obsequio por sus conocimientos y extraordinarias dotes para resolver, en forma sencilla, los intrincados problemas que diferentes sabios le habían propuesto. No obstante, Beremiz solicitó el permiso para contraer matrimonio con la joven Telassim, hija del jeque lezid Abul-Hamid, quien fuera su alumna y de quien, a pesar de nunca haberla visto, estaba enamorado; siendo, a la vez, correspondido.
Aunque Telassim era la prometida de un jeque damasceno, el Califa y el jeque lezid acordaron acceder a la petición de mano si Beremiz resolvía un problema, inventado por un derviche de El Cairo, que el rey había propuesto - según sus propias palabras- " a centenares de sabios, ulemas, poetas y escribas", sin que ninguno hubiera encontrado la solución.
Entonces el califa le dijo a Beremiz-Si resuelves ese problema te casarás con Telassim; en caso contrario, tendrás que desistir para siempre de esa fantasía loca de beduino que bebió “hachís”. ¿Te conviene?
¡¡Emir de los Creyentes!! – respondió Beremís con tranquilidad y firmeza-. Deseo conocer los datos del aludido problema, a fin de poder solucionarlo con los prodigiosos recursos del Cálculo y del Análisis.
El poderoso califa dijo entonces: “El problema, en su expresión más simple, es el siguiente”:
“Tengo cinco hermosas esclavas que compré hace pocos meses a un príncipe mongol. De esas cinco encantadoras jóvenes, dos tienen los ojos negros y las tres restantes azules. Las dos esclavas de ojos negros “dicen siempre la verdad”; las esclavas de ojos azules, por el contrario, son mentirosas, esto es, “no dicen nunca la verdad”.
Dentro de unos minutos, esas cinco jóvenes serán traídas a la sala; todas tendrán el rostro cubierto por un espeso velo oscuro. El “jaique” que las envuelve hace imposible distinguir en cualquiera de ellas el menor rasgo fisonómico. Tendrás que descubrir e indicar, sin el menor error, cuales son las de ojos negros y cuales las de ojos azules. Te será permitido interrogar a tres de las cinco esclavas, no pudiendo hacer más de una pregunta a cada una. Con la ayuda de las tres respuestas obtenidas el problema deberá ser resuelto, justificando la solución con un razonamiento matemático. Además, las preguntas deben ser de tal naturaleza, que sólo puedan ser respondidas con exactitud por las esclavas”.
Momentos después, bajo la mirada curiosa de los presentes, aparecían en el salón de audiencias las cinco esclavas de Al-Motacén. Cubiertas con largos velos negros desde la cabeza hasta los pies, parecían verdaderos fantasmas del desierto. Beremís sintió que llegaba el momento decisivo de su carrera. El problema formulado por el califa de Bagdad, a más de ser difícil y original, podría encerrar dudas y escollos imprevisibles.
Al calculista le era permitido interrogar a tres de las cinco jóvenes. ¿Cómo descubrir por las respuestas el color de los ojos de todas ellas? ¿A cuáles de las cinco debería interrogar? ¿Cómo eliminar las dudas que surgirían del interrogatorio? Había una indicación valiosa: las de ojos negros decían siempre la verdad; las otras tres (de ojos azules) mentían siempre. ¿Bastaría eso? Vamos a suponer que el calculista interrogase a una de ellas. La pregunta debía ser de tal naturaleza, que solo la esclava pudiera responder. Obtenida la respuesta, continuaría la duda. ¿La interrogada habría dicho verdad? ¿Habría mentido? ¿Cómo llegar al resultado, si no conocía él la respuesta exacta? El caso era, realmente, muy grave.
Las cinco embozadas se colocaron en fila en el centro del suntuoso salón. Se hizo un gran silencio. Los nobles, musulmanes, sheiks y visires, seguían con vivo interés las alternativas de aquel nuevo y singular capricho del rey. El calculista se aproximó a la primera esclava (que se hallaba en el extremo de la fila, a la derecha) y le preguntó con voz firme y reposada:
– ¿De qué color son tus ojos?
¡¡Por Alah!! la interpelada respondió en un dialecto chino totalmente desconocido para los musulmanes presentes. Beremís protestó. No comprendió una sola palabra de la respuesta dada. El califa ordenó que las respuestas fueran dadas en árabe, y de una manera clara y sencilla. Aquel inesperado fracaso vino a agravar la situación del calculista. Quedábanle apenas dos preguntas, pues la primera era considerada enteramente perdida para él.
Beremís, a quien el hecho no había logrado desalentar, se volvió a la segunda esclava y le preguntó:
– ¿Cuál fue la respuesta que tu compañera acaba de dar?
– Las palabras de ella fueron: “Mis ojos son azules”.
Esa respuesta nada aclaraba. ¿La segunda esclava habría dicho la verdad o estaría mintiendo? ¿Y la primera? ¿Quién podía confiar en sus palabras?
La tercera esclava (que se hallaba en el centro de la fila) fue interrogada a continuación por Beremís en la siguiente forma:
– ¿De que color son los ojos de esas dos jóvenes que acabo de interrogar?
A esa pregunta –que era la última que podía formular – la esclava respondió:
– La primera tiene los ojos negros y la segunda azules.
¿Sería verdad? ¿Habría mentido? Lo cierto es que Beremís, después de meditar algunos minutos, se aproximó tranquilo al trono y dijo:
– ¡Comendador de los Creyentes! ¡Sombra de Alah sobre la Tierra! El problema propuesto está resuelto por completo y su solución puede ser anunciada con exactitud matemática. La primera esclava (la de la derecha) tiene los ojos negros, la segunda azules, la tercera negros, y las dos últimas tienen los ojos azules.
Levantados los velos y retirados los pesados “jaiques”, las jóvenes mostraron sonrientes los rostros descubiertos. Se oyó un ¡ah! de asombro en el gran salón. El inteligente Beremís había dicho, con admirable precisión, el color de los ojos de todas ellas.
¡¡Por las barbas de Mahoma!! –exclamó el sultán- ¡¡Ya había expuesto ese problema a centenares de sabios, doctores, poetas y escribas, y es este modesto calculista el primero que consigue resolverlo!! ¿Cómo fue que llegaste, joven, a la solución? ¿De qué modo podrás demostrar que no había la menor posibilidad de error?
¿Como se las arregló Beremís?
La respuesta dada por Beremis fue la siguiente:
– Al formular la primera pregunta: “¿Cuál es el color de tus ojos?”, yo sabía que la respuesta sería fatalmente la siguiente: “Mis ojos son negros”. En efecto. Si ella tenía los ojos negros, diría verdad; es decir, afirmaría: “Mis ojos son negros”. Si tenía los ojos azules, mentiría; y, al responder, diría también: “Mis ojos son negros”. Luego yo afirmo que la respuesta de la primera esclava era única y bien determinada: “Mis ojos son negros”.
– Hecha, por lo tanto, la primera pregunta, esperé la respuesta que previamente conocía. La esclava, respondiendo en dialecto desconocido, me auxilió de gran manera realmente. Alegando no haber entendido el enrevesado idioma chino, interrogué a la segunda esclava: ¿Cuál fue la respuesta dada por tu compañera? La segunda me dijo: “Las palabras de ella fueron: ‘Mis ojos son azules’. Esa respuesta vino a demostrar que la segunda mentía, pues esa no podía haber sido, de ninguna manera (como ya expliqué) la respuesta de la primera joven. Ahora bien: si la segunda mentía era porque tenía los ojos azules. Repara, ¡oh rey!, en esa notable particularidad para resolver un enigma. De las cinco esclavas había una, en ese momento, cuya incógnita había despejado con precisión matemática. Era la segunda. Habiendo mentido, tenía los ojos azules. Restaba aún despejar cuatro incógnitas más en el problema.
– Aprovechando la tercera y última pregunta, interpelé a la esclava que estaba en el centro de la fila: “¿De qué color son los ojos de las jóvenes que acabo de interrogar?” Esta fue la respuesta que obtuve: “La primera tiene los ojos negros y la segunda los tiene azules”. Con respecto a la segunda no tenía duda (como ya dije). ¿Qué conclusión pude sacar de la tercera respuesta? Es muy simple. La tercera esclava no mentía, pues afirmaba que la segunda tenía ojos azules. Si la tercera no mentía, sus ojos eran negros. Seguro. Ahora, que la primera y la tercera tenían los ojos negros, por exclusión fue fácil saber que las dos últimas los tenían azules (a semejanza de la segunda).
– Y el calculista concluyó: “Puedo afirmar, rey del Tiempo, que en este problema, a pesar que no aparecen fórmulas, ecuaciones o símbolos algebraicos, la solución, por ser exacta y perfecta, debe ser obtenida por medio de un razonamiento puramente matemático”
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