EL ARDID. CAP III (Novela Corta)
CAPÍTULO III
Al fondo el gordo Justino sostenía una discusión con algún otro poblador. Estaba a punto de alcanzar la puerta de salida cuando el griterío se vio interrumpido por la potente voz de don Justino.
—¡Eh, chaval!, —vociferó el hombre, mientras sorbía un trago largo de cerveza—. ¿Ya tan rápido de salida?
—Justino, ¿No crees que es demasiado pronto para querer averiguarle la vida al chaval? —le increpó don Manuel interrumpiendo el interrogatorio, sirviéndole otra cerveza.
—Por supuesto que no, Manuel —respondió irguiéndose—. Mientras más rápido sepamos quien es este y a qué vino, tanto mejor; además, ese es mi trabajo. No en vano soy el comisario en jefe del pueblo —Baltazar observaba la escena, impasible. Por un instante pensó en vaciarle la jarra de cerveza que había dejado en la mesa, pero eso no sería conveniente.
—Lo que me faltaba —pensó Baltazar—. Un policía impotente y entrometido en este pueblo. Calculando sus posibilidades, decidió excrutar la psiquis de Justino para buscar algún punto débil.
Entre sus múltiples habilidades estaba el poder leer la mente de los humanos y más si éstos eran tan básicos como aquel hombre obeso y lleno de complejos.
—Qué, chaval, ¿acaso te comió la lengua el gato? O quizá alguna gata —soltó Justino con sorna.
—Pronto el que se quedará sin lengua será otro —pensó Baltazar, escogiendo con sumo cuidado las palabras antes de contestar.
—Lo siento jefe, pero no puedo ahora responder a sus preguntas. Don Sebastián me espera para cenar.
—Para ya, Justino —dijo don Manuel, poniendo un plato de patatas y pimientos asados en su mesa.
—Perfecto —pensó Baltazar.
—¡Qué diablos es esta porquería! —gritó Justino, desaforado, mientras escupía con desesperación trozos de las patatas al plato y a la mesa.
—¿Qué coño es lo que te sucede ahora, Justino? —preguntó Manuel acercándose a su mesa para ver que era lo que pasaba.
—¡Me has traído un plato de puros gusanos! —espetó Justino, señalando con mano temblorosa hacia el plato.
—Estás de broma, ¿no? —Justino seguía temblando, sintiendo un sudor frío que le corría por la espalda—. En el plato lo que hay son patatas y Pimientos, Justino, nada mas. Los acaba de asar mi mujer. Respondió Manuel, pensando que a Justino se le habían subido los tragos ya a la cabeza.
—Yo sé lo que vi, Manuel; ese plato está lleno de gusanos asquerosos —Manuel bufó impaciente, mirando el dedo de Justino, que seguía señalando el plato.
—Creo que los gusanos los tienes tú ya en la cabeza, Justino —dijo Manuel, cogiendo el plato y la jarra de cerveza—. Será mejor que vayas a casa y te acuestes antes de que te explote la borrachera en el camino y no puedas ni llegar.
—No es buena idea que te burles de la autoridad, Manuel —algunos clientes abrieron los ojos como platos al escuchar el tono de Justino hacia Manuel.
—Lo que no es buena idea, Justino, es que te siga sirviendo cervezas —dijo Manuel como si tal cosa, pasando de las advertencias del Justino—. Así que por esta noche en mi local no bebes más.
Aprovechando la discusión entre aquellos dos hombres, Baltazar se escabulló con rapidez por la puerta. Al salir explayó una enorme sonrisa de satisfacción.
—Una pequeña broma no le hace mal a nadie —se dijo así mismo tomando el camino de piedras que llevaba hacia la plaza del pueblo.
Al llegar, cruzó a la izquierda y siguió dos calles abajo hasta divisar el restaurante que se hallaba en toda la esquina.
Llevaba más de 5 años desempeñando su cargo y había logrado reconstruir más del cincuenta por ciento del pueblo. Las primeras obras fueron la plaza, la escuela y los dos parques que había a cada extremo del pueblo rodeándolo de un inusual frescor.
Luego, había seguido con la zona colonial, la comisaría, la medicatura y la estación de trenes. Le faltaba la iglesia, la biblioteca y la casa municipal.
Don Sebastián le explicó, que le había costado mucho conseguir a alguien que se atreviese a restaurar la iglesia. Le dio algunos detalles vagos que por obvias razones a Baltazar no le importaron demasiado. Al final tendría que restaurarla, pero quien sabe si seguiría en pie por mucho más tiempo. Para evitarse demasiados rodeos y explicaciones, Baltazar le dijo a don Sebastián que tendría que ver la estructura para saber de qué estaban hablando y qué cosas se necesitarían para restaurarla. Así que, una vez que cenaron se despidieron con cortesía, acordando verse al día siguiente a primera hora para ir a ver la iglesia.
Aún era demasiado temprano para él, así que decidió dar unas vueltas por el pueblo. Pensando en su misión, sería interesante conocer la amplitud de aquel lugar y qué tan movida resultaba la vida nocturna.
Para su sorpresa, la vida era un poco más movida y oscura de lo que se había imaginado. Moviéndose entre las sombras, observó que cerca del cementerio un grupo de jóvenes trapicheaban con marihuana y otros alucinógenos. A tres calles del cementerio una casa rosada, tenía cortinas rojas semiplegadas. En el Portón un bombillo rojo dejaba claro qué tipo de lugar era.
Siguió andando en la oscuridad, observando a todas las criaturas de los alrededores. Se puso en alerta al sentir una vibración familiar aunque no tan maligna y poderosa como la suya. Entornó los ojos y vio estacionado un pequeño coche en la entrada de una casa de rejas verdes. En el interior una pareja de jóvenes sostenía un encuentro carnal que empezaba a subirse de tono. Se acercó otro poco, pero no demasiado para no ser advertido por el pequeño demonio.
—Niña tonta. Si pudieras verle en realidad, de seguro no tendrías pensamientos tan lascivos —pensó Baltazar, mientras seguía espiando.
¡Nuria, entra de una buena vez a la casa que es tarde!
Aquella voz demandante rompió el encantamiento. La chica asustada por la orden de su padre se despidió a toda prisa dejando frustradas las intenciones del íncubo.
Baltazar siguió a la criatura a cierta distancia. Cuatro calles más allá, lo abordó.
—Siempre le dije a mi señor que eras demasiado lento.
—Y tú eres demasiado entrometido y arrogante, Baltazar.
—Yo ya habría entregado esa alma.
—Si tuvieras todas las interrupciones que yo he tenido, lo dudo mucho —espetó la criatura, rabiosa por la provocación de Baltazar—. Sobre todo teniendo a esa maldita humana rondando a toda hora. ¡Ah, como me gustaría que ardiera en las llamas del infierno!
—¿Qué humana es esa? —Preguntó para confirmar sus sospechas, disfrutando de la llama que veía arder en aquellos ojos diminutos.
—Esa… la que ve que no tenemos alma —respondió escupiendo al suelo—. La muy idiota se pone pálida, grita y se desmaya cada vez que me ve. ¿Sabes lo difícil que ha sido llegar hasta donde llegué hoy con semejante estorbo de por medio?
Baltazar cerró los ojos para mirar en los recuerdos del íncubo. Quería indagar sobre el don de aquella mujer y sobre todo cómo haría para enfrentarla, engañarla y que le entregara su alma.
—Menuda tarea parece que me dieron —pensó con desagrado, mientras dejaba de leer aquella mente.
—¿Acabaste ya de hurgar en mi cabeza? —masculló la criatura—. Resulta molesto por si no lo sabías.
Lo sabía, pero a Baltazar le importaba poco molestar a la criatura. Estaba ansioso por obtener más información y no quería esperar hasta el día siguiente, verla y que lo tomara desprevenido su reacción.
Asintió con el pensamiento y la criatura se desvaneció. Miró su reloj. No le importaba el tiempo pero debía ser cuidadoso si no quería levantar sospechas. Las doce menos cuarto. Tenía que regresar al Bar. Podía hacerlo desapareciendo y volviendo a aparecer, pero eso sería un riesgo innecesario. El Bar de don Manuel estaba a unas 8 calles. Caminando de prisa llegaría en menos de diez minutos.
La tormenta era ahora más recia. Truenos y relámpagos quebraban el profundo silencio. Le pareció un bonito espectáculo. La lluvia caía a borbotones y golpeaba las ventanas de las casas que parecían vibrar con cada trueno y mecerse al compás del soplar del viento.
El Bar estaba casi vacío. Don Manuel recogía y limpiaba todo mientras su mujer en la caja registradora iba sacando las cuentas del día.
—chaval, hasta que al fin llegas —dijo Manuel, aliviado.
—Lo siento, me retrasó la lluvia.
—¿Lluvia? bonita manera de llamar a semejante tormenta —replicó Manuel.
Mientras se quitaba la cazadora y buscaba la llave, la mujer de don Manuel lo miraba sin parpadear.
Se detuvo un instante y la miró de soslayo. Era bastante más joven que don Manuel; bonita, de cuerpo sinuoso y carnes firmes. Tez tostada probablemente por el sol, labios carnosos y ojos color ámbar. Tenía una mirada intensa, desconfiada. Le recordaba a aquellas mujeres que vendían flores en la Habana vieja. Hurgó en sus pensamientos. Quería asegurarse de qué podía esperar de aquella mujer.
—Será mejor que te quites toda esa ropa mojada; por acá es fácil pescar un resfriado —sugirió Manuel.
Baltazar asintió con la cabeza y se fue hasta su habitación. Siguió por el corredor en lugar de atravesar el patio. Había otros huéspedes en el lugar. Iba escuchando en la medida en que iba avanzando. Una pareja mayor que andaba de turismo, un Hombre de mediana edad, una pareja de jóvenes recién casados y sí, volvió a sonreír. Un joven a punto de pasarse de bando. De su habitación se escapaban pequeños gemidos de placer, ahogados de seguro para no llamar la atención. Sería una buena adquisición al final; un seminarista adorando al señor de las tinieblas.
Por fin llegó a su habitación y trancó la puerta. Observando la tormenta azotando la ventana, intentaba imaginarse lo que le esperaría al día siguiente.
¡Gracias por visitar mi blog!
Espero que hayas disfrutado esta nueva entrega y que vuelvas pronto.
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¡Hasta la próxima!
No puedo esperar =)
¡Hola! Qué linda, gracias por leerme y tranquila, pronto viene el siguiente capítulo.
Un beso grande.
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