EL ARDID. CAP VIII (Novela Corta)
CAPÍTULO VIII
Muy poco era lo que había podido avanzar Baltazar con Mariagracia. La chica había quedado muy traumatizada con la muerte de su mejor amiga. Aunque podía ser un blanco fácil, como casi no la veía no podía hacer mucho por ganarse su alma. Habían ido a comer en una oportunidad; en otra ocasión, él había optado por enviarle flores. Ella las recibió, se había encargado de verificarlo, pero no hizo nada por responderle.
Decidido a no hacer nada estúpido, se mantuvo al margen. Aquella noche llegó a su habitación como había estado haciendo durante los tres últimos meses para cambiarse de ropa; pensaría en ducharse si le apetecía y comería si al final no conseguía nada más en qué ocuparse.
Solicitó le llevaran la comida a la habitación para evitar roces con Justino, que seguía como perro tras su presa, incluso tres meses después. Por otro lado, quería evitar las miradas de doña Julia que, vigilante y en espera de que sucediera otra tragedia, no le quitaba los ojos de encima. Ella lo culpaba por la muerte de Nuria, pero se sentía confundida. No comprendía por qué continuaba en el pueblo y eso la mantenía siempre al acecho.
—¿Qué coño quieres, Tanya? —el tono de fastidio de Baltazar no pasó desapercibido a la súcubo.
—¿Te vale que quiera echar un polvete contigo? —Baltazar no se esforzó por disimular la repugnancia que la idea le provocaba y Tanya fue consciente de ello—. En realidad vengo a recordarte que te quedan cuarenta y cuatro noches, cariño —Baltazar observó el reloj de arena que Tanya tenía entre las manos.
—¿Desde cuándo eres guardiana del tiempo? —El tono socarrón de Baltazar hizo que Tanya se crispara.
—Yo solo cumplo órdenes, cariño —dijo con los dientes apretados fingiendo una sonrisa helada—;. Ni más, ni menos. En realidad, no me interesan tus planes ni como pierdas el tiempo; me enviaron como mensajera y a eso vine —Baltazar no perdía de vista los movimientos de la súcubo. Esta, sintiéndose dueña de sí misma, colocó el reloj en la mesita de luz.
—Bien, mensaje entregado —Tanya lo veía sin dejar de relamerse—. Ahora, lárgate —ordenó con un gesto de la mano.
—Tú siempre tan dulce y sutil, cielo —La súcubo se desvaneció de golpe en las narices de Baltazar.
La visita de Tanya le había dejado con una inquietud desagradable. Tenía que hacer algo pronto. Pensó que sería bueno dar una vuelta y espiar a Mariagracia para ver como iba. Esperó a que fuese media noche para desaparecer y poder aparecer sin tanto riesgo al otro lado del pueblo. Observó un rato los alrededores de la casa; todo lucía como siempre. Miró a un lado y al otro de la calle y, cuando estuvo seguro de que no había nadie, se desvaneció.
Aparecer dentro de la habitación de Mariagracia no le había llevado ni una inspiración completa. Se ocultó entre las sombras para no ser visto si ella despertaba.
La habitación lucía diferente. El Cristo ya no colgaba de la pared, ni la biblia descansaba en su mesita de luz. Tampoco había velas encendidas. Lo único religioso que se observaba por el lugar, era un rosario de cuencas de madera tallada que seguía colgando de la cabecera; y otro similar de cuencas mucho más pequeñas que colgaba de su cuello. Consideró que sería oportuno hurgar en sus sueños.
Un torbellino de imágenes giraban de forma inconexa en su mente. La notó nerviosa y acelerada. Escudriñó en sus emociones. Había ira mezclada con un profundo dolor. La ira se intensificaba por momentos con las imágenes de la muerte de Nuria, que alternaban el orden de aparición con el Cristo y con el rostro de su madre.
Mariagracia estaba llena de confusión. Un rictus de dolor se le dibujó en el rostro y a Baltazar las emociones se le empezaron a despertar. Tenía que centrarse en su misión, lo que ella sintiese no era asunto suyo. Inspiró profundo para concentrarse y apartar sus emociones de la superficie. Pensando en la vulnerabilidad de la chica, decidió inducir una imagen suya a ver qué ocurría; necesitaba comprobar si era capaz de lograr un estímulo como el de la última vez.
Procurando no ser expulsado de aquella siquis, comenzó la inducción. Se quedó sorprendido al ver que el resto de imágenes quedaban bloqueadas del todo. Intentó seguir la secuencia que lo llevase hacia un beso ardiente, pero no le dio tiempo. Sorprendido por lo que la mente de la chica generaba, observó como ella pasaba del dolor a la relajación y de allí a la excitación. Sin que el interviniese en absoluto, la imagen de un beso ardiente entre ambos cobraba nitidez.
—¡Sí! —pensó Baltazar, observando la escena. Verse a sí mismo comiéndole la boca a Mariagracia le endureció la polla de forma inesperada. Se sentía satisfecho por haber decidido lo correcto y esperar sin irse de bruces; aquel era el momento de actuar y así lo haría, pero tendría que tomar precauciones. Que aquella imagen le despertase los instintos era algo que no le ocurría desde hacía más de un siglo. Inspiró profundo un par de veces y se desvaneció. El aroma de la excitación de la chica le hacía palpitar la polla y no estaba él para andar perdiendo el control.
Regresó a su habitación y todavía estaba duro.
—Maldita sea —pensó, mientras se bajaba la cremallera y hacía lo propio para liberarse. Se desnudó y se metió en la ducha. Los cojones le dolían, no tendría más remedio que masturbarse.
Se inclinó un poco apoyando una mano en la pared fría y comenzó su tarea. Minutos después, tenso como una cuerda de guitarra reprimió un fuerte gemido mientras se corría.
Al día siguiente se levantó temprano un poco aturdido. Haciendo un esfuerzo por recordar, supo que había llegado de madrugada de casa de Mariagracia y sintiéndose tan relajado luego de masturbarse, Pensó que podía dormir un poco; pero el sol le había forzado a abrir los ojos. Se vistió como siempre y salió a desayunar al bar. Se sentó en una mesa y comió con Tomás. Salieron juntos rumbo a la iglesia y en el camino, se toparon con don Sebastián quien les informó que, gracias a un milagro divino, había conseguido un experto en arte barroco y en antigüedades del siglo 17.
A Tomás la noticia le pareció maravillosa; a Baltazar le causó curiosidad y cierta sorpresa que consiguiera a alguien con semejante perfil, pero decidió no darle importancia. Necesitaba estar lúcido y enfocado para su encuentro con Mariagracia.
Tal como tenían planificado, evaluaron la estructura desde afuera. La iglesia lucía casi como recién construida y además, habían logrado que no perdiese su apariencia original. Entraron ahora para evaluarla desde adentro y ver que tanto habían avanzado los albañiles en la cúpula.
La voz de Mariagracia interrumpió la conversación de ambos:
—¿Os gustaría tomar un poco de chocolate caliente? es bueno para mitigar el frío.
Ambos hombres se quedaron paralizados al verla. Mariagracia ya no vestía los ropajes esos que la hacían parecer una monja. Llevaba unos jeans, Y una blusa manga corta color verde esmeralda. Se había dejado el cabello suelto en lugar de aquel moño tan señorial que siempre usaba.
Tomás aceptó el chocolate, pero Baltazar lo rechazó. La verdad, no tenía sentido; a él no le afectaban los cambios de temperatura como a los humanos.
—Madre mía, qué cambio más impresionante, ¿no te parece? —comentó Tomás.
—Sí, es cierto… el cambio impresiona —Tomás le veía de soslayo. Le daba curiosidad aquella frialdad que el constructor mostraba en torno a la chica.
—Aquí tiene —Mariagracia se acercó a Tomás entregándole la taza en las manos.
—Gracias —Baltazar observaba en silencio al hombre.
—No es nada —Tomás sonrió ante la dulzura de la chica.
Baltazar pensó que algo no marchaba bien con ella y husmeó en sus pensamientos. La observó preocupada por la iglesia, por los niños y sus asuntos pendientes; pero con un tinte emocional distinto. Se había desilusionado mucho por la creencia que le habían inculcado sobre Dios y su poder. La muerte de Nuria la había despertado a un nuevo pensamiento: “la vida era demasiado corta, efímera”. Se daba cuenta de que el padre Nicolás tenía razón. Su madre la había educado de una forma demasiado restrictiva; prohibitiva, en realidad; y con un juicio distorsionado sobre el bien y el mal. Había mucho de la vida que no sabía, que no había vivido. Por eso había cambiado de forma tan radical. La muerte de su amiga la había hecho entender que era momento de vivir. Sentía que se lo debía, que eso es lo que a ella le habría gustado. Por otro lado, se sentía tan sola, tan desvalida. Un sentimiento similar al que experimentó cuando su madre murió.
Baltazar supo entonces que tendría la puerta abierta y que nadie lo podría detener.
Los días siguientes fueron tranquilos, casi rutinarios en lo que a la reconstrucción de la iglesia se refería. Solo rompía la rutina los encuentros con Mariagracia. Baltazar se había dado cuenta de que en su compañía Mariagracia se sentía tranquila, enternecida. Se divertía con las cosas que él decía muchas veces; y en otras se distraía oyendo sus historias y tantas cosas que él tenía por contar. Sentía mariposas en el estómago cuando lo tenía cerca; y deseaba saber cómo se sentiría un beso con él, que era tan distinto a los demás.
Aunque Mariagracia había cambiado mucho, no tuvo que enfrentar las persecuciones tediosas por parte de los jóvenes del pueblo. Las cotillas y marujas de aquel pueblucho habían extendido el rumor de que ella tenía una relación con el constructor recién llegado. Eso había sido una carta a su favor; siendo honesto, no le apetecía tener que ir espantando a otros hombres. No era por territorialidad, solo no quería llamar la atención sobre sí mismo más de lo que ya la tenía.
Luego de dos semanas de intenso trabajo en la iglesia con la reconstrucción; y después de valorar sus avances con Mariagracia, Baltazar decidió propiciar el beso que ella tanto anhelaba. Se había estado asegurando de sus deseos, vigilando sus sueños y su siquis; tenía el camino llano hacia su alma y no lo desperdiciaría.
Con la Excusa de darle una sorpresa Baltazar la buscó en su casa y la llevó hasta la iglesia con los ojos vendados para que ella no supiera a donde se dirigían. La cúpula estaba terminada y, modestia aparte había sido un trabajo pulcro, digno del mejor constructor. Sabía que eso la llenaría de gozo. La levantó en sus brazos y la llevó consigo a la iglesia. Esa noche había luna llena. La luz de la luna iluminaba el interior de la nave con un tibio resplandor. Aunque cuando se construyó la iglesia no existía la luz eléctrica, ellos habían hecho un trabajo impresionante para introducir electricidad en la estructura sin que se rompiese el estilo arquitectónico del lugar.
—Espera aquí —le susurró—. No te muevas.
Baltazar se dirigió a uno de los laterales y activó un interruptor. La cúpula quedó iluminada Y el espectáculo era majestuoso.
—Ahora quítate la venda y mira hacia arriba —le dijo Baltazar, mientras caminaba hacia ella.
Mariagracia obedeció. Con rapidez se quitó la venda y alzó la mirada hacia el techo. Abrió los ojos como platos y se llevó una mano a la boca para reprimir un gritito de sorpresa, mientras con la otra se presionaba el pecho. Estaba impactada. Iba girando en torno a su propio eje admirando todo el espectáculo. Con tanto dar vueltas en esa postura perdió el equilibrio.
—Justo lo que esperaba —pensó Baltazar mientras la sostenía con firmeza entre sus brazos. Estando ambos tan cerca, sabía que era el momento. No obstante, algo no salió como él esperaba. Pensaba que tendría todo bajo control. Se equivocó. La tibieza de sus labios y su cuerpo, el olor de su piel y su cabello. El sabor dulce de su boca le trajo remembranzas que rompieron su concentración.
Durante todo ese tiempo había logrado controlarse a tal punto, que casi no se debilitaba ni tenía que bajar al inframundo. Ese día todo estaba saliendo mal. Algo lo había vencido, algo que no quería reconocer había aplastado su voluntad y, aunque solo fue por unos segundos, debía ser más cuidadoso o corría el riesgo de dejar de existir.
Creía que como demonio no podía volver a sentir emociones humanas como el amor. Se había equivocado; se había estado engañando y eso podría ser muy peligroso. Su alma Humana revivía y latía con fuerza ante aquella mujer.
Se apartó de ella interrumpiendo el beso con suavidad. Mariagracia, estremecida aún por aquel beso seguía con los ojos cerrados. Él, la contemplaba y por un momento pensó que todo iría a peor. Se quedó aguardando en silencio; no era recomendable invadir su siquis en ese instante donde ella parecía tan frágil, tan vulnerable. Había llegado demasiado lejos para echarlo todo abajo.
—Es maravilloso —murmuró abriendo los ojos y exhalando un suspiro profundo.
Baltazar se relajó solo un poco.
—¿Qué es maravilloso?
—El amor… —suspiró de nuevo—. Es un sentimiento maravilloso. Una fuerza increíble capaz de cambiar todo, de crearlo todo desde cero.
—¿Eso es lo que tú piensas del amor? —Mariagracia acortó la distancia entre ambos.
—Sí, ¿acaso tú no piensas lo mismo? —Baltazar sintió un hormigueo recorriéndole la piel mientras ella le acariciaba el rostro.
—Pues… —dijo haciendo una pausa para ordenar sus ideas—. Creo que el amor es algo intenso y también puede ser algo peligroso.
—¿Peligroso? ¿el amor? —Baltazar advirtió la confusión de Mariagracia y se puso tenso.
—Sí. El amor ciega, nubla los sentidos y la razón. Deja a los seres humanos… Nos deja, quiero decir —se corrigió con rapidez—, sin el poder de decisión que al final es de lo que se trata el libre albedrío.
Baltazar posó su mano callosa sobre el dorso de la mano de Mariagracia intentando infundirle seguridad.
Mariagracia se quedó sumida en sus pensamientos sin saber que decir. Ambos se sostuvieron la mirada un instante. Él le sonrió y juntos salieron de la iglesia.
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