La Muerte del Pensamiento Errado

Durante mi recurrente caminata en el mundo, en el eterno vagar de un alma forjada por la cacofonía de acontecimientos, en la evocación del peregrinaje permanente, se me ha incrustado una frase en el pensamiento. Me la dio un anciano con aroma a nobleza, con una mirada sabia de esas que conocen las desgracias que se aproximan, con una mezclada sustancia gatopardiana de supremacía y resignación:

“El mundo perece en el fuego y luego vuelve a aparecer”.*

“Eres hijo del fuego, pero estas cegado y ahogado por los mares que se mueven en tu plexo” me conjuró mientras lo admiraba a perspectiva de rana, como un águila que flota en la diáfana atmosfera permitiendo el contacto directo con la energía ígnea del Astro ardiente. No lo he vuelto a ver desde entonces, desde que clavó certeramente el verde cristal del recuerdo con aquellas palabras tan mágicas como punzantes.

Ahora que me encuentro ahogado, entre la desidia, la porquería y la decadencia; ahora que mis sentidos gritan con cada artilugio creado por la inferioridad exhalada en sonidos, imágenes y olores, me corresponde reconocer mi linaje, ese que algunos denominaron como el linaje de “los hijos de la viuda”, aquel que ostenta el maldito signo de Caín. No obstante, después de tantas vueltas en la rueda de la vida, no me encuentro en el tiempo del sabio anciano, ni en el de los espíritus forjados bajo el yugo de Saturno. Me encuentro en un desierto gris de inconsumibles aguas subterráneas, con oasis de metales y vidrios, con multitudes absortas en la niebla espesa de la enfermedad mental que conllevará inevitablemente al dolor de verse, una vez más, como granitos.

Aun así, aquí me encuentro, sintiendo la violeta llama que emana del Sol submarino potenciado por aquel verde y antiguo cristal. Aquí, debajo del manto cálido de la Madre, observo cómo brotan las estelas lumínicas de lo que una vez creí. Contemplo el cambiante tono colorado del elemento mientras desintegro pensamientos, sentires y recuerdos que permanecen en mí como vísceras, voces y personas. Toda memoria pasa del humo a la invisibilidad del aire y todo sentir absorbe el maravilloso aroma de la braza: mi mundo de creencias se transforma en la negra y frágil corteza que le sirve de sustento al calor.

“No mereces lo mejor”, fue la primera sustancia que impregnó de combustible a la zarza ardiente; “Eres indigno de lo maravilloso porque no tienes lo suficiente” fue la segunda araña salida de la boca del adolescente que se presentaba frente a mí en medio de las flamas. “No te la mereces” sonó provocando un dolor agónico y un llanto en el enclenque niño que poco a poco se desvanecía bajo mi mirada empañada. Cerré los ojos y dos voces vinieron a mí, desde mí: “Sigue esperando en tus fantasías” azotó la primera, “Todo lo que deseas requerirá de sufrimiento y dolor” gritó la otra sustancia al tocar las llamas, mientras el mártir que me acompañaba sonreía junto a la dulce y débil figura de mi madre, cuyas palabras resonaban con una blancura engañosa: “El miedo te protege”, “Te harás daño, puedes resultar herido”.

Frente a esas palabras que escondían el poder de la petrificación, el fuego me resultaba insaciable, pedía más de mí, de aquello que llevaba conmigo, es decir, de lo que me poseía. En ese momento sentí un desgarro: “Eres débil, feo y estúpido” acababa de salir. Con el dolor se manifestó “Tu solo lograras todo” al cual mire con condescendencia antes de que el fuego me lo arrebatara. También me hurtó el “No necesitas a nadie”, “los demás no saben nada, son idiotas” y el “Qué importan los demás si yo estoy bien”. En ese instante un petulante aristócrata tembló junto a sus amigos empresarios, políticos y economistas de traje y corbata, de esos que, como la mayoría de psicólogos y sociólogos, exhalan mediocridad teorizada y disfrazada de ideales y utopías.

Agotado, despojado de partes de mis órganos y con el dolor de verme caer mientras me alivianaba, experimenté el brindar los sentimientos más plateados mientras en la roja flama se escuchaba un coro de castratis, los cuales cantaban “Se bueno y obediente, se humilde y pobre. Sigue a los pastores, sigue a los pastores”. Recuerdo la risa, al elemento ígneo disfrutando consumir la idiotez y la repulsión de la falsa blancura, de mi ambición por forjarme un aura santa. De la misma manera se comportó al escuchar la voz de la mojigatería decir “Aléjate de las mujeres y desconfía siempre de ellas”, “La pasión es para animales”, “El sexo ata”. Recuerdo también la esquizofrenia de la doble voz expulsada en frases como: “Experimenta todo el placer posible”.

Sin embargo, el sufrimiento máximo no había llegado. A mi mundo le faltaba un último cataclismo, la última fatalidad destructora. Ese momento llegó con el rugido que salido de mi plexo me dejó desarmado y asqueado: “No eres hombre y no eres capaz de crear”. Reconocí en su cambiante forma a mi padre desempleado, a mi tío corrido de la casa, a mi abuelo caminando en dirección contraria a la de sus hijos. Pude ver al hombre que bebe para olvidar, al que sacia su estima en el gimnasio, al que se resigna a creer que en el basurero hay alimento así como en la academia y en las redes sociales. Miré al hombre estresado por trabajo, al espectro cavilante en su escasez de dinero y en su incapacidad de sustento. Observé al hombre impotente y desconfiado, al que reniega su origen y no puede producirle placer a las mujeres, al que temen los niños.

Mis ojos identificaron en medio del naranja ondulante al mentiroso, al que se hunde en el engaño y se deja esclavizar. “No abras tu corazón” resonó a lo lejos, como un último latido, como el aliento final en forma de desahucio mientras el fuego liberaba todo mi ser.