Julio Garmendia y el imaginario fantástico de Venezuela
Es bien sabido que América Latina ha parido más de una autoridad mundial en materia de literatura. Durante el siglo pasado, se extendió durante el continente entero una bonanza creativa y una destreza en la palabra escrita cuya influencia ha recorrido el mundo, de la mano de autores como Octavio Paz, Pablo Neruda, y Mario Vargas Llosa. Algunos de estos escritores prefirieron ahondar el camino que Cervantes abrió e hicieron suya la novela; los más incurrieron en la poesía, heredada de tales como Andrés Bello y Rubén Darío, y demostraron que la maestría de la lengua española no estaba reservada al Viejo Continente, pero si existe un departamento en el que se ha alcanzado la excelencia por encima de todas las cosas es en el cuento corto, por el cual se han decantado un sin número de plumas de distintas latitudes, con un alto grado de magnificencia. Naturalmente, estoy incurriendo en un juicio de valor, pero cualquiera que haya viajado por la vida acompañado de Quiroga, Cortázar, Rulfo y cómo no, Borges y García Márquez, estará tan predispuesto como yo a clamar estas insensateces.
¿A dónde nos lleva esto? Pues, nuestro país constituye también una parte importante del panorama literario de Suramérica, quizá de a ratos opacado por nuestros congéneres colombianos o argentinos, pero no por eso menos brillante. Venezuela ha enviado campeones a los vastos coliseos de la novela, la poesía y el cuento, y ha resultado victoriosa. Como ya he dicho que pienso que es en el cuento corto donde destaca la sangre latina, he querido exponer a uno de los autores venezolanos más emblemáticos: Julio Garmendia.
J. Garmendia nace en Lara en 1898, cerca de la población de El Tocuyo, donde transcurren sus primeros años antes de mudarse a Barquisimeto y posteriormente a Caracas, para realizar sus estudios de primaria y bachillerato. Empieza a publicar relatos en periódicos nacionales a la temprana edad de 19 años, y durante los siguientes 10 años se contenta con publicar diversos cuentos y artículos en diarios como El Universal, El Heraldo y La cabeza del gallo, un periódico humorístico.
En 1927, teniendo Garmendia 29 años, hace su aparición La tienda de muñecos, su primera compilación de cuentos, donde la fantasía es la protagonista principal. Me atrevería a llamar a algunos de los relatos aquí recolectados una especie de “proto-realismo mágico”: poseen tintes de la fiebre creativa que acosaría al resto del continente unos años después, sin llegar a equipararse completamente realismo mágico como lo conocemos. Uno de los cuentos presentes en el libro es El difunto yo, una narración breve y angustiante cuyo tema principal es la traición. El protagonista sufre un “desdoblamiento”, es decir, una separación de su propio ser en dos partes. Su alter ego, una vez libre del yugo de nuestro protagonista, se dispone a hacer cantidad de fechorías y sinvergüenzuras en el nombre de nuestro héroe, las cuales van dejando una carga emocional en éste. En la cumbre del cuento se descubre la última traición del alter ego, que causa el suicidio del protagonista; una vez muerto, el alter ego procede a apoderarse del cuerpo y reclamarlo como propio para continuar con la vida que los dos habían llevado hasta ese momento.
Es interesante porque la narración puede leerse desde varios niveles y perspectivas: por una parte se podría tomar el enfoque más obvio, el que acabo de parafrasear, donde nos encontramos con un cuento de suspenso fantástico, donde un hombre debe luchar contra una parte de sí mismo para sobrevivir. Teniendo en cuenta que estamos hablando de 1927, este enfoque es suficiente para admirar la capacidad creativa de J. Garmendia, puesto que una historia de desdoblamientos y planeamientos para apoderarse de la vida de una persona es algo que podríamos encontrarnos en un estante de librerías de hoy en día. Por otra parte se puede ahondar un poco más y preguntarnos qué es lo que representa este desdoblamiento. ¿Es un comentario sobre la pugna que existe constantemente dentro de cada hombre, entre sus instintos y su racionalidad? El alter ego se libera para cometer actos escandalosos sin consecuencia alguna, mientras que el protagonista debe hacerse responsable de éstos con sumo pesar. ¿O es acaso una metáfora sobre los cambios que ocurren en la vida de las personas, que nos llevan a modificar nuestra manera de ver y afrontar el mundo? Ningún hombre es el mismo que fue ayer, ni el que será mañana, y J. Garmendia ilustra con su prosa que con el paso del tiempo y las circunstancias, parte de uno debe “morir” para que otra siga con vida.
En 1942 se publica su segunda colección de cuentos, La tuna de oro, que contiene una de las narraciones más representativas de Garmendia. En El médico de los muertos se hace notable un estilo más definido y estilizado que en los cuentos anteriores, con un lenguaje cargado de nítidas descripciones y soberbios monólogos sobre lo que nos espera después de la muerte. Esta vez acudimos a una reunión nocturna en un cementerio, donde los muertos, cual vulgar junta de condominio, despiertan para buscar una solución a los problemas que los aquejan debido a lo intolerable que se ha vuelto la ciudad que rodea el camposanto. Una vez más, el ambiente fantástico se combina con lo macabro, lo cotidiano y lo francamente risible, en una muestra de la creatividad de J. Garmendia a la hora de imaginar situaciones y personajes. Una cuestión que me parece interesante y digna de mencionar es la naturaleza de los personajes de este cuento. Cuando observamos la fantasía como género hoy en día, tanto en la literatura como en el cine, se hace evidente un patrón en la mayoría de los personajes de estas historias: se trata de personas “ordinarias” en situaciones extraordinarias. Harry Potter, si bien es mago, es un muchacho que enfrenta abusos familiares e incomodidades adolescentes como el resto. Frodo Bolsón, de la trilogía del Señor de los Anillos, vivía sin más preocupaciones que la de la cosecha o la salud de su tío hasta que le es encargada la tarea de destruir en Anillo. Garmendia parece prever esta costumbre con décadas de antelación y se permite trastocarla: sus personajes son “extraordinarios” en situaciones ordinarias. Los muertos de su cementerio se levantan de sus tumbas a la luz de la luna, no para servir los propósitos de algún nigromante sediento de sangre, sino para buscarle una solución al ruido de los carros que no los deja dormir y a la falta de espacio en el terreno.
Dos años después de su muerte, en 1979, se edita La hoja que no había caído en su otoño, cuyo cuento epónimo es una bella representación del ciclo de la vida desde la perspectiva de la última hoja que cae de un árbol, mucho después de que su otoño ha pasado. Con un lenguaje sencillo pero rico, nos encontramos con un cuento que se distancia un poco del estilo particular de Garmendia para presentarse más austero, más maduro y accesible sin abandonar sus características metáforas. En ocasiones, recuerda a aquellos Cuentos de la Selva de Quiroga, por el aire de inocencia que transmite su historia, y la suerte de reflexión que mantiene en el lector una vez leída. La obra de Julio Garmendia pudo ser de corta extensión, especialmente si se le compara con otros escritores, pero la calidad y relevancia de la misma en los anaqueles de la biblioteca venezolana es innegable. Su extenso período de actividad hizo posible que lograse impacto e influencia en distintas etapas de la literatura del siglo XX, publicando sus escritos activamente desde la década de los 20, pasando por los 50 y extendiéndose hasta los años 70. Queda en nosotros, sus asiduos lectores, el perpetuar su prosa y su visión al releer sus textos, manteniéndolos siempre al alcance de la mano.
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