El enigma de Baphomet (237)

in #spanish6 years ago

Captura de pantalla 2018-11-14 a las 10.27.44.pngEl profesor había investigado los descendientes del capitan Counillac.

Había estudiado los escritos del bohemio mendigo del pie cortado, donde encontró la filiación, dirección del militar y todos los datos dispersos por distintos archivos.

Con mucha paciencia fue componiendo el puzzle. En un pueblo agrícola cercano a París, había dado con la casa de los herederos del militar francés que se había llevado del valle del Oza la mitad de los manuscritos de Martín, Gelvira y Roderico.
Solamente encontró viva a una descendiente a la que le hubiera correspondido haber sido una damoiselle de alto coturno, y sin embargo, como toda la descendencia de aquel militar francés se fue degradando, ni siquiera podía sostener la casa del pueblo, con lo que se fue a la ciudad a trabajar de conserje en un inmueble parisino cercano a la Facultad de Ciencias.
¡Quién podría imaginar que aquella concierge era la nieta de un chozno de uno de los militares preferidos de Napoleón Bonaparte, quien desde la batalla de Astorga, que figura en el Arco de Triunfo de la Plaza de la Estrella, emprendió un ascenso fulgurante en el ejército!

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Todavía hoy no tenemos desmenuzados todos los detalles, pero, según los escritos, el abuelo de su tatarabuelo era el general Counillac; alguien le ha asignado este grado y figura una nota, indicándolo, en los márgenes del escrito.
El profesor ha buscado y rebuscabo y no ha encontrado ningún general Counillac en los archivos, por lo que hemos colegido que sería un militar de alta graduación, no General sino un Teniente Coronel que murió en otro campo de batalla, con una graduación muy superior a Capitán, de la que gozaba en la batalla de Astorga.
Después de tantos trabajos, hay algo que queda absolutamente claro: viven dos descendientes del militar Counillac, tuviera la graduación que tuviera: el mendigo bohemio astorgano del pie cortado, Gustavo Counillac, y la concierge de París, madamoiselle Denisse.
En París me quedé solo.
A pesar de que mi amigo Pablo y yo creíamos que ya no teníamos que aprender nada después de haber pasado mucho nerviosismo juntos, entendí que apenas había comenzado a enterarme de lo que valía un peine, como decíamos vulgarmente.
Le dije a Marguerite que me había salido un trabajo mejor pagado que la limpieza de oficinas, y ella misma se ofreció a acompañarme y comprobar los extremos del anuncio. Era un sábado y ese mismo día me acompañó en el metro a la entrevista del anuncio “peintre et petit maçon”.
Me descifró el folio pegado a la puerta grande con un marco de papel de fixo.
Tardó un buen rato en descifrármelo porque –y eso me sorprendió mucho— no entendía algunas palabras.
En el anuncio se especificaban todos los trabajos que había que hacer en el colegio. Y antes de entrar a la entrevista me despidió con un mordisco que me succionó sangre, la muy condenada.
Era un edificio negruzco, cerca de “Jussieu” y de la Facultad de Ciencias, un centro de estudios por correspondencia que ocupaba los bajos de toda la manzana con los sótanos, y el primer piso entrando por un portal principios de siglo, enlosetado con mármol blanco y un ascensor de los que se le ven las tripas, con muchos hierros y rejas, manillas de latón brillantísimas en la doble puerta de madera y cristal biselado, con una lucecita en tulipa de vidrio opaco a modo de percha.
Me recibió la dueña, una señora de unos sesenta años, muy repeinada con cardados antiguos, pintiparada a las artistas de los años cincuenta, de ademanes refinados, que se deslizaba entre el mobiliario decadente de marcos repujados y marfiles en el vestíbulo. Madame Racine me dijo que se llamaba. Me pasó al recibidor de su casa, decimonónicamente lujoso, lleno de fotos de niños que tenían aspecto de ser sus nietos, pero muchos eran repetidos: los mismos niños de distintas edades, y fotos de bodas como si fueran hijos, nueras, hijas y yernos.