Ecos desde el Averno. Preludio.
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El prisionero se estremeció al sentir el aliento frío de otra noche de mayo. Apretujó sus manos y cerró sus ojos escuchando el crujido de su piel reseca, tratando de recordar las oraciones, abrumado por su condena, con la crepitación de la lluvia aumentando lentamente en el mundo y en sus pensamientos. Pero no conseguía las palabras, ni las imágenes, ni un recuerdo, nada. Todo lo que percibía era oscuridad, incluso allí entre las paredes gélidas de su prisión, donde había muerto el fuego de las antorchas y donde el aire húmedo apestaba a comida podrida, desperdigada en el suelo. Los carceleros habían huido, estaba solo con su débil respiración pedregosa y la invisible amenaza en la piedra. Alcanzaba a escuchar el murmullo de los insectos nocturnos, el viento lamentándose y silbando entre los árboles desnudos, y los truenos que precedían a la lluvia.
Esa noche había algo más. El ambiente enrarecido cambiaba, se había impregnado de una extraña sensación. El aire que respiraba era otro, traía consigo restos de un lugar que él conocía, allí, donde yacían los restos mortales de esa antigua civilización, allí donde todo comenzó y donde todo terminó. –Se han tomado su tiempo- susurró sonriendo nerviosamente. La lluvia no disimuló el andar ágil y amenazante de sus perseguidores. Percibía sus pisadas en los charcos, en el fango, entre las hojas podridas o las agujas de pinos, en el moho y las piedras silenciosas del exterior. Sus siseos, sus gruñidos y gorgoteos, el miedo con que obedecían a sus amos.
–¡Malditos!- gritó. -¡Vengan!- golpeó sus pies con sus propias cadenas hasta que sintió el brote débil de la sangre y con sus dedos consumidos dibujó en la oscuridad un circulo lleno de caracteres retorcidos y que iba cerrándose en torno a él, al terminarlo se estremeció ante el rugido ensordecedor con el que sus verdugos respondieron al reto.
La lluvia no cedía, tampoco el deambular de lo que iba tras él, lo que se agrupaba y aguardaba a las afueras de la prisión, tan vulnerable a la vista, pero que se había hecho de repente impenetrable para ellos. El prisionero cerró sus ojos una vez más. Demasiado tiempo en medio de la nada, resignado a decaer lentamente, reconstruyendo con su memoria los hechos desafortunados que lo habían llevado a estar encadenado de manos y pies, agonizando en medio de un bosque siniestro, rechazado, aborrecido, olvidado por todos.
El frío lo iba devorando, un frío más cruel que el que se escurría por las rendijas de la prisión, un frío que lo acechaba desde niño. Jamás en toda su vida imaginó que podría sentirse tan débil, tan frágil y derrotado, socavado por sus enemigos. Sentía como aquel lugar lo iba arrancando lentamente de la realidad, como su mente se llenaba de musgo y de una viscosa materia gris, de la que brotaban repulsivas formas de vida, que lo iban degradando sin pausa, dejándolo totalmente vacío, en un permanente estado de idiotez. El siseo de los que daban vueltas a su alrededor, el regreso de sus fantasmas y su maldición lo habían rescatado del abismo. No se sentía afortunado. Se puso de rodillas y una vez más intento encontrar las oraciones en su mente.
–¡Dame fuerza!- dijo en un lamento. Se quedó mirando fijamente la oscuridad, dejando que lo engullera, la brisa ahora arrastraba la fetidez de su enemigo, infectando todo lo que estaba en las afueras del circulo sangriento que era lo único que lo mantenía a salvo. –Viles y miserables sabandijas- gruñó furioso, forcejeando inútilmente con sus cadenas, sin descanso mientras la noche iba avanzando y las bestias, tan impotentes como aquel hombre se iban agotando.
Un gris amanecer despuntaba, no era más reconfortante que la noche que se iba, pero al menos dejaba a la vista algo más que el vacío del negro espeso de su celda. Encogido en el suelo, su maltrecha humanidad rozaba los límites del círculo. Respiraba afanosamente, sintiendo la acidez de su estómago quemándole la garganta. Otro día más de hambre y frío, otro día en la jaula. Otro día idéntico al que se había ido pero aún más escalofriante porque sabía que era cuestión de tiempo para caer ante sus depredadores. Pensó en su madre, en la ausencia, el olvido y la muerte, en las almas torturadas, las almas ignoradas y las almas traicioneras. Había perdido la cuenta de los días y las noches que había visto llegar allí en su celda, había perdido todo. Era mugre, era polvo, era nada. Lo último que lo ataba a su identidad era aquel círculo que dibujara a ciegas, completamente desesperado, empujado por las ganas de no regalarles a ellos, a sus enemigos, el placer de verlo morir sin dar pelea. Entendía claramente que no sobreviviría mucho más, pues aquella protección rudimentaria sólo funcionaba mientras el portador tuviera la fuerza y la voluntad necesaria, y su estómago no conocía alimentos desde hacía mucho y su mente nebulosa sólo veía a su madre, su prisión y la cara siniestra del desamparo. Al caer la noche alimentaría a los engendros.
Cerró sus ojos, intentando dormir, pero estaba tan agotado, tan despedazado y devastado por el peso de su vida que ni para dormir tenía fuerzas, escondía una mínima reserva de energía para escupir en la cara al que le diera el zarpazo final. Se perdió en imágenes vivas y muertas, en voces del pasado, en recuerdos o alucinaciones que no sabía cómo interpretar pues su mente se había vaciado en su totalidad, ni siquiera entendió por qué la luz inundaba un poco más la celda y el crujir de las rejas dando un alarido de libertad. Los pasos resonaron en su cabeza, la borrosa imagen se posó sobre él, y luego dos más aumentaron una sombra que no era tan terrible como las que acababan de desterrar.
–Dibujó un aro de protección, apenas le alcanzó para sobrevivir- las palabras eran débiles sonidos en sus oídos. La punta de una lanza se clavó con un crujido seco en el suelo.
–Huyeron antes del amanecer, tienen buen olfato, ¡Malditos sean!- la voz tosió un poco, era ronca y dura. –Unos alfiles han dicho que el pueblo de Lehiva ya no existe, fue arrasado hace unos meses- respondió con cierto abatimiento una de las sombras, pero una de esas palabras pareció iluminar la gruta infectada que era la mente del prisionero.
–Lehiva- dijo casi en un suspiro. En su mente las imágenes parecían llegar en oleadas. Su madre una vez más, los sembradíos, un resplandor dorado y la pureza de las aguas de un riachuelo. Las risas inocentes, la calidez de su cama, el ruido saludable y vigorizante de la granja a todas horas. –Lehiva- repitió una vez más intentando incorporarse, uno de aquellos interlocutores intentó ayudarlo, alguien se interpuso.
-Dale tiempo, no se acerquen al aro- se quedó de rodillas un momento, luego miró cansadamente a los lados, abandonó el aro y se recostó contra la pared. –Malditas sabandijas. Cuanto las odio, cuanto las maldigo- gruñó el prisionero.
–¡Prisionero!- le gritó alguien sin que este reaccionara. -Diga su nombre- ordenó con autoridad pero el prisionero dejaba escapar débiles gemidos. Sus lágrimas rodaban sin control y se ramificaban en las grietas de su piel.
–Libera sus cadenas- ordenó una voz dulce y femenina que deshizo la dureza de todo el ambiente. Los grilletes se lamentaron y se hicieron pedazos, el hombre hecho trizas se llevó las manos al rostro, desconsolado, en un arrebato de humanidad al que se había resistido durante casi toda su vida. Uno de los hombres, el más alto, de piel pálida, cabellos oscuros y unos ojos como de halcón, sujetó firmemente la lanza, atento y seguro de que podría necesitarla en cualquier momento. Dio unos pasos más y se quedó viendo al desastre de humano que tenía frente a sus ojos, apenas un montón de pellejo y huesos, una maraña de cabellos y unas manos temblorosas ocultando un llanto que a su dura forma de ser le pareció extremadamente patético.
Se ofuscó y escupió a un lado. -No tenemos tiempo para esto, levántate y dinos cuál es tu nombre- sujetó firmemente su mano y trató de tirar de ella pero un zumbido lo sacudió, el decrepito encarcelado dio un manotazo violento, un resplandor intenso estalló estremeciendo el suelo que pisaban, el agresor retrocedió asustado, otro destello y una cascada ascendente de preciosas chispas azuladas y trozos pequeños de hielo que dejaron flotando en el lugar un halo de hermosa escarcha.
–No hay duda- dijo la mujer en las sombras. -Es Samael, el aborrecido-
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