Es reo de muerte; su condena, morir en el desolado yermo, llevando a cuestas un cadáver atado a su cuerpo, hasta que exhale su último aliento. Antes de partir hacia el desierto, hizo una plegaria, no supo si fue oído; pero echó mano a todos los recursos, que pudieran aliviar de alguna manera esa carga psicológica que le impedía dormir bien hace algunos días. Recordaba la voz de Lidia, pidiéndole clemencia, pero a quien sus manos terminaron asfixiando hasta la muerte. Sí, se paseaba por los oscuros laberintos de su mente.

Cuando llegaron al caluroso paraje, los soldados le quitaron la capucha que tapaban sus ojos; le pareció que el sol estaba más cerca de lo normal, y con su deslumbrada vista alcanzó a observar como destapan a un cadáver que estaba en una carreta; su último compañero, totalmente desnudo, pálido casi como el mismo. Al mirarlo, no encontró parecido alguno con alguien conocido, pero concluyó que la muerte lo había abrazado hacía ya dos días; era un viejo en estado de rigor mortis y aún hinchado.

Al verlo, recordó a cierto desdichado que encontró dormido en medio de la calle en pleno invierno, se veía tan infeliz, que decidió tomar su filoso cuchillo para terminar su agonía en este frío mundo.
Ese frío, lo sintió cuando pusieron al fulano fallecido en sus espaldas; espalda con espalda; ahora comprendió cuánto pesan los muertos, y por primera vez sintió las ligaduras de la muerte, cuando, con lazos le ceñían al que sería el compañero de su final jornada.

—Hay lo tienes, mátalo a él también– dijo uno de los soldados, mientras reía. Sin decir más, tomaron sus cabalgaduras para alejarse, dejando al vivo con su muerto. Pensó en dejarse caer, y terminar así todo, dejar que la muerte lo estrechara sin luchar; pero, cerrando los ojos dio un profundo suspiro y hecho a andar. Como Manius era un hombre fuerte, condición que aprovechó para cometer todo clase de crímenes; caminó unos cuantos metros y el exánime parecía hacerse más pesado tras cada paso. Sabía que dejarse caer era morir en la impotencia de no poderse levantarse. Miró a la distancia y observó que venía galopando la negra noche en un corcel, al que seguía un helado manto, mensajero de la muerte. La esperó de pie, y cuando llegó, vino acompañada de una fetidez sofocante y de varios demonios que fueron enviados a estar con Manius en sus últimos horas.

Por varias horas no se movió, pero el frio y el cansancio hicieron de él su presa y terminó desplomándose. Cerró sus ojos y allí estaba Lazius su padre, con un hierro de marcar ganado en la mano, gritándole y después de un furte golpe la tiró al suelo, donde lo marcó como a una bestia.

El grito de su peor recuerdo se oyó en buena parte del desierto, fue allí cuando sintió que el muerto reventó y al momento el liquido espeso de órganos licuados y putrefactos empezó a correrle por la espalda, pero no fue el único ruido que percibió y vomitando del asco, le pareció que el difunto trataba de mover la cabeza; pensó que solo eran los músculos saliendo de su estado de rigidez, pero a sus espaldas escuchó una voz:

—¿Me recuerdas? soy Aurelia... La ramera que descuartizaste, por que olía y me parecía a tu padre, cuando se vestía de mujer para abusarte.
El cuerpo que debiera estar inmóvil, ahora se estremecía, como recordando aquella noche de copulación, y los bruscos movimientos de Manius sobre su efímera amante, para arrancarle la vida, mientras le gritaba "te odio papá".