—Largo, largo de aquí— dijo Manius, cerrando los ojos con todas sus fuerzas. Sintió que varias heladas manitos palpaban su rostro, pero ahora le cantaban al oído, congelándole la sangre:

Lalala, lalala, en un lugar más oscuro que este,
te están esperando...
Lalala, Masius, lalala, Masius;
El infierno por ti está llegando.

Las voces se fueron alejando lentamente, así que el condenado abrió los ojos tan despacio como pudo, notando que se apartaban en el horizonte las figuras de muchos niños tomados de la mano, así que dio un muy profundo suspiro de alivio, porque además el sol avisaba de su pronta salida.
Le quedaban muy pocas fuerzas, y los buitres preparaban su descenso, para seguir lo que empezaron los gusanos. La piel de Manius picaba con el toque de los rayos del sol y para que los buitres se alejaran gastó sus últimas fuerzas sacudiéndose y vociferando.
Deseó la muerte, mientras sentía que los carroñeros se daban un banquete, sabiendo que en breve sería el próximo; pero vio venir a alguien que se acercaba y pensó que estaba salvado.

Era un anciano, el cual llamó a Manius por su nombre... Y éste reconoció la voz.

—Manius, hijo mío; sé que si pudieras me matarías... Pero ¿cómo matar a los muertos?
Manius sacó fuerzas de lo más hondo del odio por su padre, para lanzar un grito asfixiado pero claro:
—Maldito, mil veces maldito.
—Manius, vengo por mi cuerpo, y para llevarte a donde te harán un demonio del desierto.

El condenado ya no pudo hablar ni moverse cuando su padre le dio un beso en la frente, y el espectro, entrando en el despedazado cuerpo se levantó con Manius a sus espaldas; caminó hasta el atardecer sin decir una palabra, y cuando casí el sol se ponía, mientras se abría la tierra para darles paso a los recién llegados, el padre de Manius dijo:
—Sabes hijo... Así atados, estaremos por toda la eternidad.