Agorafobia
La lluvia golpeaba fuertemente la ventana de la pequeña habitación. Una mujer de mediana edad, sentada en una mecedora leía atentamente un viejo libro de páginas amarillentas. Sonreía con algunas páginas, y lloraba con otras, pero leer le apasionaba sin duda alguna. Era una de las cosas que más disfrutaba.
En las mañanas se despedía de su familia. Su madre y su padre se despedían cada mañana, la besaban antes de partir y acudían a sus trabajos, y la joven se quedaba leyendo, escuchando música, dibujando, cantando, siempre en su pequeño hogar, para luego recibir al final del día a sus padres con una suculenta cena que devoraban entre amenas conversaciones.
Los días de la familia eran hermosos, se hablaban con amor y ternura, se contaban sus anécdotas brindándose siempre cariño.
El lugar tenía un hermoso jardín, la madre siempre salía a regar las plantas, a cultivar algunas tomateras y saludar a sus vecinos. El padre cortaba leña, arreglaba el cerco y ayudaba a sus amigos con todo lo que necesitaran.
Sin duda eran personas mágicas.
La mujer de mediana edad veía todo desde el interior de sus ventanas. Para ella, ver la interacción de sus padres con otros le traía felicidad.
Algunos vecinos los visitaban, les llevaban dulces y cenas que compartían juntos ante la rústica chimenea. Para ellos esa era la vida perfecta.
Tristemente un día de verano, los padres de la mujer no volvieron a casa. El tren donde se trasladaban a sus trabajos se salió de los rieles y la mayoría de los pasajeros falleció. El oficial que entregó la noticia al hogar intentó ser amable mientras la joven, parada en el umbral lloraba desconsoladamente. Sentía como su mundo se derrumbaba, pero solo podía llorar.
Los vecinos, al ver el incidente, se acercaron a consolarla, y se ofrecieron para acompañar al oficial a reconocer los cadáveres, haciéndose pasar por un familiar directo, dispensando el dolor y la pena de la criatura.
Muchos amigos estuvieron a su lado, muchos la ayudaron y apoyaron en el difícil momento. Les dijo un último adiós a sus padres cuando los trasladaban al cementerio en el recinto de su pequeño hogar.
Sus fuerzas se habían ido, ya no había sonrisa en su cara.
Con los días el hogar perdió vitalidad. Las flores del exterior se marchitaron, los pájaros devoraron las tomateras, y las lluvias destruyeron la cerca. El hogar no tenía vida.
Cierto día nuevamente un oficial se dirigió a la propiedad de la desafortunada mujer, debía desalojar el lugar. La hipoteca se había vencido y el banco tomaría propiedad del lugar.
Ese era el último día que la mujer podría vivir en su pequeño hogar, en su refugio, el único lugar donde los recuerdos de sus padres estaban vivos. No durmió esa noche, sus pensamientos solo buscaban los buenos momentos con sus amados tratando de sobreponer el dolor que ella sentía.
Sin saber dónde ir, ni que hacer, recogió la ropa en valijas y las colocó en la entrada. Luego vería que hacer con los muebles ¿no?
¿Pero a dónde iría? sin trabajo, sin dinero, ¿dónde viviría?
Mientras cavilaba sus posibilidades nuevamente tocó la puerta el mismo oficial, indicándole que había llegado la hora de marcharse. Con decisión la mujer tomó sus dos valijas y cruzó aquel umbral por el que muchas veces vio salir a sus padres. Afuera, olió el césped seco, sintió la brisa fría del otoño, y sintió los cálidos rayos del sol sobre su piel.
Sus latidos se aceleraron cuando bajó el primer y luego el segundo escalón. Al llegar a la grama, las valijas cayeron al piso haciendo un gran ruido.
La mujer, sentía todo a su alrededor le daba vueltas, sentía su corazón latir de prisa, su pecho, oprimido y un miedo creciendo en su interior. Gritó y lloró abrazando su tronco, sintiendo como si despedazara. El oficial sin comprender que le sucedía, la intentó tomar por los brazos para tranquilizarla, pero solo sirvió para descontrolar a la desesperada mujer.
El oficial, tomando aquel acto como un desacato a su autoridad, la tomó por ambas manos para ponerla bajo prisión. Los vecinos y amigos, al escuchar los gritos de la joven corrieron en su ayuda, se acercaron todos en conjunto y pidieron soltara a la mujer, debido a su previa condición.
La mujer desde su infancia sufría una enfermedad, la cual le impedía abandonar su hogar. Debía estar en lugares cerrados, por eso se comportaba de esa manera. Le imploraron la dejaran marchar, que para ella toda esa situación era una tortura.
Sin entender aún, el oficial siguió insistiendo, apretando con fuerza las muñecas de aquella mujer que cada vez más desesperada lloraba y gritaba.
Llorando, una gran amiga de su madre, se acercó al oficial y después de abofetearlo fuertemente por su intolerancia, decretó se llevaría a la joven a su hogar, donde ella la cuidaría, de personas sin comprensión como él.
Todos los vecinos, hombres y mujeres se aglomeraron alrededor de aquella mujer protegiendo a la indefensa y custodiaron sus pasos hasta la puerta de la entrada de la que sería su nuevo hogar.
Nadie la abandonó, nadie la dejó sola aún cuando había perdido todo. Aún cuando no podía hacer nada con su vida. Esos eran sus amigos, amigos que valoraban querían y apreciaban a personas buenas que les brindaron durante mucho tiempo su cariño.
Aún aunque no estuviesen ahí, aún cuando ya no podían ofrecer más, permanecieron leales, elevando el nombre de aquella amistad que durante tantos años tuvieron.
Muchas veces nos cegamos en la ignorancia y no escuchamos a aquel que solo desea ayudar. Así tengamos un rango, un título, un nombre... no nos otorga el conocimiento de lo absoluto.
Escuchemos al prójimo, nunca sabremos cuando podemos hacer un daño mayor al actuar de imprudentes ante lo desconocido.
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