Memorias en la Nada [Novela Original] I

in #spanish7 years ago (edited)

Esta novela que les presento a continuación es en cierto modo muy personal. Espero la disfruten

De palabras y dibujos (I)

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En un terreno cubierto por el césped se encontraba la casa de piedra de dos plantas, con grandes ventanales de cristal pulido, un tejado perfecto y terraza con balaustrada de piedra ornamental. Sus paredes no tenían ningún defecto; cualquiera diría que no fueron construidas, que estaban allí desde el comienzo de los tiempos. La chimenea echaba constantemente volutas de humo hacia un cielo nublado que auguraba inminente lluvia. Dotada de una agraciada existencia, la edificación era una imagen atemporal de imponente presencia para quien la mirara.

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Allí vivía Aristo, un solitario chiquillo de once años. Vestía todo el tiempo un pijama azul claro y unas sandalias de goma del mismo color. Como cualquier persona en soledad, seguía una vaga rutina que tendía en varios aspectos al desorden. Al menos dos horas al día se dedicaba a sentarse frente a la chimenea para observar el fuego que siempre ardía. A veces, viendo las lengüetas de la llama bailar, sonreía, como si recordase algún hecho gracioso; otras veces mantenía el rostro inexpresivo un rato, antes de fruncir el ceño. Durante esa jornada de visualización, los pensamientos revoloteaban en su cabecita, tratando de imaginar una forma nueva, pero no lo lograba, pues en ese lugar no había casi nada que le inspirase.
Al transcurrir las dos horas, cosa que verificaba en el reloj que colgaba de un clavo un poco más arriba de la chimenea, se ponía de pie, se dirigía a la puerta de salida, recorría con pocos pasos el porche y bajaba la escalinata que le conducía a la grama. Desde ahí admiraba el resto de su pequeño mundo. Diagonal a su derecha se encontraba la biblioteca, emitiendo un susurro casi indistinguible que él bien reconocía como el ruido de las máquinas de escribir. En igual diagonal pero a la izquierda, estaba el jardín de las flores, donde se hallaban plantadas cientos de ellas, todas diferentes y sin nombres. La siguiente fase de la rutina consistía en visitar cada una de las locaciones con el simple objetivo de continuar observando.

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Hasta aquí podríamos describir sus actividades desde una posición distante, cosa que, de continuar así, quizá desembocaría en una soporífera explicación de lo que cualquiera hizo durante su infancia, con una visión adulta insulsa, sin ese aire de excitación con el que la curiosidad suele llenar el alma. Propongámonos entonces a seguirlo más de cerca, sin recurrir a descripciones sobre si lo que hace forma parte de una usanza registrada en algún programa colgado de una inexistente pared. Es posible que nuestro pequeño Aristo aparente encontrarse en las circunstancias ya mencionadas, pero la verdad es que su vida es una constante manifestación de asombro, y hoy, precisamente hoy, la jornada promete dar giros inesperados.
El jovencito suspiró y se encaminó hacia la biblioteca. La brisa sacudía suavemente su ropa y su cabellera, que cubriría sus orejas de no ser por la influencia de dicho viento inquieto. Allí frente a él se iba acercando la gran estructura, antigua, decadente, a diferencia de su morada. La puerta era alta, se llegaba a ella subiendo unos amplios escalones. Arriba, sobre el marco, estaba un letrero que rezaba en letras plateadas: «In Aeternum». No sabía lo que significaba, pero le parecía muy familiar, casi siempre.
Tras pasar el umbral se encontró en una habitación que no se correspondía con el tamaño del edificio. Era gigantesca, de techo altísimo, no se le veía fin hacia el fondo; estaba iluminada por unos focos de luz blanca esparcidos por todo lo alto uniformemente. Las estanterías de libros empezaban unos metros más allá, pasando la mesa larga (donde las máquinas de escribir trabajaban sin parar), y se perdían en la distancia. Aristo suspiró de nuevo y, metiéndose las manos en los bolsillos del pantalón, se acercó a una de las seis máquinas de escribir, la cual emitía aquel ruido de tecleo a gran velocidad. Atraído por la llamativa forma de materialización del papel, se le quedó mirando un rato, detallando cada etapa del proceso.
A unos pocos centímetros del rodillo, el papel iba haciéndose visible como un fantasma hasta que su imagen era consistente y luego caía en el poder del aparato, el cual era muy rápido y tecleaba letras al azar como si un mecanógrafo de poca inteligencia estuviese operando. Pero la máquina se movía sola en realidad, por lo que resultaba lógico para el chico: un artilugio de ese tipo no podía ser tan juicioso como para estructurar una frase coherente. El rodillo, montado en el carro, se movía hacia un lado y, tras llegar al límite y sonar la campanilla, regresaba al punto de inicio con un golpe impetuoso. Por su parte, el papel salía repleto de letras y mensajes sin sentido, y desaparecía de la misma forma que llegaba. El resto de máquinas hacían exactamente lo mismo. Era su trabajo.

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Aristo sabía adónde iba tanto papel. Cada cierto tiempo, en alguna estantería aparecía un volumen, ya fuera pequeño o grande, blando o de tapa dura, con los escritos de cualquiera de las máquinas. Era difícil saber dónde surgirían, pues había mucho espacio y ya existían bastantes volúmenes por ahí. Sin embargo, le resultaba un tanto divertido revisarlos, porque de vez en cuando el azaroso trabajo de los aparatos traía consigo una palabra, un fragmento de una poesía, una historia o simples léxicos escritos al revés. En ese momento planeaba echar un vistazo a lo más profundo, antes de que las luces se apagaran.
Se lanzó a correr por uno de los pasillos, entre enormes cantidades de libros; más que prisa sentía emoción por su aventura. Las estanterías medían unas cuatro veces su altura y estaban hechas con madera pálida, blanquecina. Dejaba atrás incontables tomos, llenos de aquellos símbolos sin sentido. No les prestaría atención esta vez; ahora le interesaba saber si en el fondo de aquella habitación sin fin se habría creado una nueva frase, algo que le diera una idea para hacerla crecer dentro de su mentecita. Cual si sembrase una semilla en tierra fértil y en un ambiente adecuado, sabía que si alguna cosa era capaz de lograr su imaginación, era estructurar formas que se pudieran dibujar, o al menos creía eso, dado que su experiencia, observada por un ser ajeno, ya fuera persona u otra criatura pensante, resultaba insignificante.
Cierta vez leyó una corta línea que decía así: «sus ojos color todo». Se trataba de la más larga sucesión de palabras leída en aquellos tiempos. Para su sorpresa, se vio asaltado por unas infinitas ansias de tomar un objeto largo, pequeño, de madera y con un corazón de carbón, específicamente grafito, y trazar líneas en una página, en muchas páginas. Tenía que reproducir las ideas que afloraban dentro de su alma. Los ojos color todo no eran fáciles de copiar en papel, pero se esforzó, y luego de dibujar círculos deformes con líneas concéntricas sobre un punto negro hasta el cansancio, se dijo que había logrado algo sorprendente, porque lo era al menos para él. Y tiempo luego, más o menos diecisiete visitas a la biblioteca después, empezó a encontrar algunas líneas de lo que parecían ser poesías, cosa que conocía porque sí, aunque jamás hubiera escuchado hablar de ello. Entonces los rayones y páginas gastadas en garabatos fueron en aumento, casi exponencialmente, hasta el punto en que sus horas de sueño las ocupaba utilizando su inacabable lápiz.
Y allí iba, corriendo con emotividad, buscando su eslabón perdido, algo que le enseñase a crear una nueva figura. Veía las formas borrosas de los lomos de aquellos libros, viajando, en términos relativos, a gran velocidad en dirección contraria a su frente, y sonreía alegre. Sus pasos se volvían cada vez más rápidos y silenciosos; adquiría una cualidad de peso ligero aparente. Al fondo, aún no se distinguía el límite de los espacios ya ocupados, la frontera entre las zonas de los estantes llenas y vacías de tomos. Cuando mucho, pasarían varios minutos antes de llegar, antes de encontrarse con los últimos, que tal vez no eran, cronológicamente según su aparición, los verdaderos últimos libros, sino los del medio o los primeros. La biblioteca no tenía orden en ese respecto, pero las distancias eran las mismas hasta que terminaba de llenarse el tramo; luego la frontera pasaba a estar más lejos.

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Las peripecias vividas en la Biblioteca de los Estantes Infinitos, como podría llamársele, no llevaban a ideas conclusivas jamás. Puede que Aristo haya logrado correr más rápido de lo que la ciencia plantea que puede correr un niño, que las máquinas hagan un mecanografiado voluntario sobre papel que se materializa de igual modo que desaparece, que los tomos empastados de forma espontánea sigan apareciendo cada tanto como obra de alguna magia; sin embargo, dentro del mundo del niño, no se trata sino de simples cuestiones cotidianas, como lo es el orto y el ocaso para las personas normales, pero que, dada su capacidad de asombro, siguen atrapándolo a cada momento que los ve. De los días en que se ha repetido la búsqueda al fondo de la gran habitación, no existe realmente uno en el que Aristo haya reflexionado sobre su objetivo en aquel lugar como criatura viviente. Cosas tan extrañas no caben ni están cerca de florecer en su psique.
En el límite que buscaba, donde se encontraban los tomos más alejados de la entrada, se detuvo para descansar. Jadeando y sudando se sentó en el piso de mármol en posición de sastre, con la mirada puesta en los lomos de cuero negro sin inscripciones. No le llamaban la atención, sobre todo los últimos dos, que estaban separados por un espacio donde podía caber otro libro más. Eran simples, inanimados, sin aquella chispa que a veces percibía por intuición.

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No era todo el tiempo, pero en ciertas ocasiones, cuando sentía una especie de inquietud, como un llamado inconsciente, siempre encontraba lo que buscaba o al menos algo que lo entretuviese. No obstante, ahora mismo no pasaba nada.
El niño se inclinó hacia atrás y posó las manos en el piso para sostenerse. Ladeó la cabeza mientras escudriñaba el techo y sus luminarias blancas suspendidas como fantasmas vigilantes. No encandilaban pero eran suficientes para disipar toda penumbra de la estancia.
Quizá faltaba mucho para que se esfumaran y dejaran que la oscuridad se tragara hasta el último objeto por al menos tres horas. No sabía lo que ocurría durante esos momentos porque jamás se quedaba para averiguarlo; le daba mucho miedo cuando veía cómo las sombras empezaban a aparecer a los lados de la habitación y se iban acercando cual si quisiesen atraparlo.
Cerró los ojos y se relajó; aspiró una gran cantidad de aire y la retuvo unos segundos en los pulmones antes de exhalarlo lentamente. Un golpe suave se oyó desde la estantería. Aristo sonrió, dirigiendo la mirada hacia donde estaban los últimos dos libros, ahora separados por un nuevo volumen, un volumen que le llamaba la atención tanto como para querer saltar sobre él. Conteniendo una carcajada, se puso de pie y se le acercó; estaba ubicado a unos palmos por encima de su estatura. Estiró el brazo para alcanzar su lado superior y jalarlo. Por una equivocación resbaló de sus dedos. Cayó entonces al piso, abierto, mostrando unas páginas que, como el resto de las que poseía, estaban repletas de caracteres. La frase que se formaba en la de la izquierda era más que evidente, venía cargada con un peso emocional que Aristo no pudo identificar. Sin embargo, sintió sus efectos.

Continuará...