¿Cómo Nacen las Brujas? — BCR

in #spanish5 years ago (edited)

¿Cómo Nacen las Brujas?

Nuestro Secreto

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Cuando Edric era solo un niño creía fielmente que su padre era una especie de mago o brujo fantástico. Lo veía continuamente desde la puerta del laboratorio improvisado —para aquel momento— construido en su hogar con ojos de niño impresionable.

Pero nunca podía entrar, le decía su padre, aquel no era ningún lugar apto para niños.

Así que se mantenía escondido en el marco de aquella puerta abierta —cuando lo estaba—, observando al hombre de cabello castaño y bata blanca moverse de un lado para el otro y, cuando este lo miraba y alzaba hacía él los tubos de ensayo, los meneaba y ellos cambiaban de color. Después de eso siempre cerraba la puerta en su rostro diciéndole que lo amaba y él se iba a buscar a su madre a la cocina, ahora a observarla a ella exactamente igual que a su padre en el marco de la puerta.

Creía que su padre era un mago y aquel laboratorio era su taller.

Quizás por eso nunca sintió temor o se intimidó frente a Artemis. De cierta forma se había acostumbrado a creer en la magia.

A diferencia de ella, Edric jamás se dejó convencer por aquellas hermanas sobre la malignidad del ocultismo. Para él, todas sus historias se escuchaban como un día de trabajo más para su padre.

El humo, los extinguidores, la campana de reactivos, extractores, envases Pyrex... De alguna forma, aquello —a sus ojos— eran varitas de magia con las cuales su padre provocaba reacciones buenas y malas.

Artemis era oscura por fuera con su dimorfismo visual y su personalidad circunspecta; a veces pícara, a veces taciturna. Y era luz por dentro, porque sin importar lo que aparentara, eran sus ojos los únicos que brillaban cuando se apagaban las luces.

Estaba convencido de que la magia existía y había hecho de Artemis el hada de sus cuentos.

Pero a veces no todas las hadas se quedan siendo hadas, algunas hadas se apagan.

Eso fue lo que Artemis hizo; se apagó.

Y descubrí que así es cómo nacen las brujas.

—Artemis—Le dijo Edric tratando de disimular su ansiedad. Se había acostumbrado a las llamadas desesperadas de media noche, pero no a aquella actitud dispersa y caótica que a veces emanaba de ella—, ¿estás segura de esto?

Ella lo miró con aburrimiento, odiaba tener que repetirle las cosas más de una vez para convencerlo. Edric le gustaba cuando no sobre-pensaba mucho las cosas; cuando era relajado, se dejaba llegar y creía en ella sin peros.

Sin embargo, aquella situación iba por encima de cualquier amor y admiración hacia ella.

Su padre siempre le había dicho lo peligroso de mezclar sustancias químicas sin conocerlas.

—Jamás haría algo que pudiera lastimarte.—Le confesó Artemis destapando el pequeño sobre que extrajo de su bolsillo.

—Pero si haces cosas para lastimarte a ti.

Ella torció el gesto por un momento y miró detenidamente las pastillas sobre su palma de la mano. Nunca había hecho algo como aquello, pero cuando salió a media noche huyendo despavorida de la forma en que sus padres se golpeaban y marcaban el cuerpo, sintió que era una señal cuando aquel hombre de la calle se acercó a ella vendiéndole pastillas y no tomándola por la fuerza.

—Lo haremos juntos, Edric—Le dijo acercándose sigilosamente, el castaño chico seguía mirando ansiosamente a su alrededor, como si alguien pudiera verlo desde algún sitio omnipresente.— Como siempre ha sido; solo tu y yo.

Será nuestro secreto.

Y con eso capturó su atención.

Sabía que no era justo jugar con él de aquella forma, pero también sabía que necesitaba descansar su mente y no se sentía capaz de hacerlo sola. Edric siempre había sido su colchón de aire.

Él solo podía concentrarse en la sensación de sus dedos acariciándole los labios, contornéandolos y mirando fijamente su rostro.

—Artemis...

Su voz salió como un suspiro tembloroso, la luz de la minúscula claraboya del ático iluminaba su cuerpo desde la espalda.

Ella lo interrumpió:—Confía en mi, Edric.—Acercó su rostro al suyo— Abre la boca.—Ordenó.

Y él, bajo el aletargado efecto de su encanto, dejó que ella introdujera la pastilla en esta y pasó en su dirección la botella de vodka. Vio un vestigio de algo en sus ojos cuando el alcohol bajaba por su garganta. No se permitió apartar a mirada. Algo en aquellos ojos se fragmentaba más de lo que ya estaban.

Luego ella lo imitó y ambos permanecieron de esa forma, en silencio, mirando hacia la luz de la ventana.

Hasta que todo comenzó a volverse turbio y muy, pero muy, borroso.

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De ese día solo podía recordar una cosa a la perfección; la manera en la que Artemis se metió bajo su piel y lo dominó por completo.

Ella jamás volvió a lucir como un hada, pues esa noche — y todas las veces siguientes en sus viajes con pastillas blancas— se convirtió en bruja para siempre.

Y a veces aún dormía y la soñaba.

Veía cómo la oscuridad parecía emerger desde el centro de su pecho y expandirse a lo largo de su cuerpo, marcando con negro las venas sobre su nívea piel.

Recordaba cómo sus ojos se volvieron completamente negros, sin pupilas, ni claridad en ellos. Incapaces de reflejar algún sentimiento en él.

Cómo por primera vez rechazó su contacto, pues parecía que si tocaba su rostro iba a quedarse con algo más que su voluntad entre sus dedos.

Jamás la había visto tan macabra, tan deslavada y demacrada como aquella noche.

Pero entonces él la tocó y aquella chica tembló asustada. Entendió que no podía idealizarla, que ella nunca quiso ser vista como un hada. Su vista drogada le dejó ver —por primera vez— a la Artemis que todos miraban.

Y reconoció que, a pesar de ser quizás una bruja encantadora y su padre un científico loco, no disminuía ni un poco la forma en que los amaba.

—Edric.—Un empujón lo sacó abruptamente de su ensimismado estado y aparto la vista del sitio donde solía estar aquella ventana. Se había encargado de condenarla poco tiempo después de aquella primera experiencia con las drogas.—¿Dónde quieres que pongamos estas cajas?

Y así de fácil Edric suspiró cerrando los ojos por un segundo más, antes de volver a su agitada y monótona realidad.


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