La tristeza es el síndrome de abstinencia de Dios
A las diez y treinta de la noche sonó el teléfono. Era el director de fotografía de la agencia Magnun, en Nueva York. No me extrañaba que llamara o escribiera a cualquier hora, siempre tenía en mente alguna idea, proyecto o, simplemente, una anécdota que contar. Supe desde un principio el motivo de su llamada: en la televisión transmitían las noticias del día, devastadoras como siempre; esta vez las pantallas eran de Haití.
Miré la pantalla por unos segundos, los suficientes para que cuatro repiques estridentes me convencieran de que no se rendiría. Con el pulgar deslicé la flecha parpadeante en la pantalla y atendí.
—Ben.
—Mañana sales para Haití —dijo apresurado—. No sé si te enteraste, pero están en crisis y queremos documentar a los inmigrantes. —Sabía porqué me llamabas.
—Qué te puedo decir… Son las órdenes.
—No me mal interpretes —dije mientras arrugaba el rostro y me rascaba la cabeza—, pero te comenté que mañana debo ir a los tribunales a firmar el divorcio y sabes que debo tomar un avión hasta… ¡Olvídalo! ¿A qué hora sale el vuelo?
—A las siete y cincuenta de la mañana —respondió.
Apenas colgó, comencé a empacar sin dejar de pensar en que no había en el mundo cosa que me hiciera más feliz que no fuera ver a través de mi cámara. Era una Canon 5D a la que consideraba una extensión de mi cuerpo.
La mañana siguiente sonó el despertador justo a las cuatro de la mañana. El agotamiento que sentía no era normal, pero logré levantarme. Fui a la cocina y encendí la cafetera eléctrica. Luego llegué hasta el baño, abrí la llave de la ducha y en unos segundos respiré el vapor que despejó mis fosas nasales. Al entrar, sentí como el agua se iba por el desagüe con el cansancio. Recordé porqué me había despertado tan temprano. Tenía que ir para Venezuela a firmar el divorcio. No había sido fácil desprenderme de tantos recuerdos, sueños y promesas. De cada aventura y desventura a su lado. Recordé desde la primera hasta la última vez que la vi, mirándome desde el balcón cuando tomé ese taxi al aeropuerto para irme lejos, muy lejos y resumirlo todo a los mensajes de texto; aquellos que cada vez se alejaron tanto, como la distancia que me separaba de ella. Pero todo se esfumó al cerrar la llave y escuchar esas gotas que cayeron al final. Fui a buscar mi café y luego a prepararlo todo para salir.
La llegada al aeropuerto fue atemorizante. El ambiente convulso me agredía. Parte de mi vida transcurría en ellos, de aquí para allá con mi equipo fotográfico. Eran 25 kilogramos de peso colgados en la espalda. Pero ese día fue distinto. No iba a fotografiar la vida del resto de las personas, me dirigía a fotografiar parte de la mía.
La espera fue terrible. Aproveché el tiempo para revisar mis notas y clasificar las fotos de mi último trabajo. Hasta que por fin una llamada por el parlante nos alertó. Era mi vuelo hacia Caracas. Comenzamos la procesión para entrar en el avión. Una vez en el asiento, un sonido mudo, casi imperceptible se escuchó. Era el capitán de la aeronave. Nos dio la bienvenida a su aerolínea y nos dijo que el mal tiempo nos haría desviarnos un poco del rumbo establecido en las cartas aeronáuticas, por lo que el vuelo duraría un poco más. No faltaron los reclamos al escucharlo.
Comenzamos a movernos. El avión transitaba por las líneas de rodaje hacia la pista. Volvimos a detenernos, esperábamos la autorización del ATC para entrar en la pista y despegar rumbo uno cero. Un zumbido hizo que mirara hacia arriba. Un recuadro con la figura de un cinturón de seguridad se iluminó. He viajado tantas veces en avión y siempre el mismo sonido me hace reaccionar de la misma forma. El hombre no es más que un animal adicto a sus hábitos, pensé, mientras hacía una mueca en mi boca al recordar que yo era uno de ellos.
La voz del piloto desapareció y los asistentes del vuelo comenzaron a indicarnos las medidas de seguridad, sobre todo en el caso de que se presentara una emergencia que nos hiciera acuatizar. El chaleco… me dije. Me incliné hasta tocar la parte de abajo del asiento y allí estaba. Voltee para ver las salidas de emergencia y estar preparado para todo. Una vez terminaron, el avión comenzó a moverse hasta llegar a la pista. Sin detenerse aceleró y en pocos segundos flotábamos inclinados hacia la izquierda.
La espera del vuelo y su travesía fueron desesperantes, pensé que nunca zarparíamos. El avión era una tara al que le sonaba todo. Sin embargo me entregué al cansancio y pude dormir, hasta que una fuerte turbulencia me despertó y de nuevo la voz del piloto se escucho tan incomprensible como la primera vez. Estábamos descendiendo al aeropuerto «El Higüero» en Puerto Príncipe. ¿En Haití? Dije en voz alta. En ese preciso momento una de las aeromozas pasó a mi lado y le pregunté que había pasado. Me respondió que el avión había presentado algunos problemas como consecuencia del mal tiempo, por lo que el piloto había decidido desviar el rumbo y aterrizar lo antes posible. Desde la ventanilla pude pronosticar mi visita.
Al bajar del avión la primera impresión fue devastadora. La pobreza que se respiraba era abrumadora, desquiciante e infecciosa. El terremoto de hace unas horas lo había destruido absolutamente todo. Había llegado al infierno ocupado por seres vivos, al que pensé que iban algunos muertos, pero me equivoqué, a menos que ese fuera mi destino.
La aerolínea me ubicó en el Park Hotel, cuya fachada inspiraba cualquier cosa menos un buen descanso. Sin embargo, tenía la playa justo al frente, tan paradisíaca y provocativa que me hizo olvidar lo que había pasado.
Cuando entré a mi habitación me impresionó la decoración de las paredes. Eran lúgubres, y el bombillo la matizaba con una bruma amarilla y deprimente que no me ayudó a sentirme mejor. La cama era de hierro, se veía como el salitre la devoraba sin piedad. Las sábanas estaban manchadas y sucias, por lo que decidí quitarlas. Fue peor. El colchón era un cuadrado duro y pardo, con manchas que parecían de café. Dormiré en el suelo, me dije. Escuché un radio. El sonido provenía de la habitación contigua. Una voz masculina tarareaba la canción que sonaba en ella. Abrí la puerta y salí. Quería pasar el menor tiempo posible dentro de esa habitación, su olor dolía. La sentía como la boca de un gran monstruo que me arrancaba la piel con sus afilados colmillos.
Una vez estuve afuera, la puerta de la habitación más animada se abrió y salió un hombre mayor, negro y alto. Él era quien cantaba, pensé. Subió su mano derecha y me saludó con un ademán tan desinteresado como la bienvenida que recibí al llegar al hotel.
Llegamos juntos hasta las escaleras y le indiqué con un gesto caballeresco que pasara primero. Las escaleras de madera comenzaron a crujir, esto no aguantará el peso de los dos, me dije. Sin embargo lo hizo. Llegamos a la entrada del hotel, salí y encendí un Marlboro. El hombre, en cambio, continuó caminando hacia la playa. Aspiré una última bocanada al cigarro y lo boté hacia la calle. Subí a buscar mi cámara. Pensé que sería una buena idea seguirlo y hacer algunas fotos de ese lugar que había cambiado al caer el sol.
Por suerte había luna llena esa noche, cuestión que me facilitó ver al hombre desde lo lejos parado al lado de una embarcación en construcción. Caminé hasta el lugar. Pude escuchar risas y el golpe de los martillos contra la madera. Cuando notaron mi presencia se callaron al unísono, todos vieron al hombre del hotel.
—Buenas noches, yo estoy en el mismo hotel que usted, ¿se acuerda? Bajamos juntos por la escalera —le dije.
Me vio de arriba abajo.
—¿Eres periodista?
—Claro que no —le respondí.
Sin mediar palabra alguna me dio la espalda y ordenó a los hombres que continuaran trabajando.
Había pasado una semana y no había noticias de la aerolínea ni había podido comunicarme con alguien fuera de Haití. Las autoridades de República Dominicana habían cerrado las fronteras para evitar el éxodo de personas a ese país. Mis esperanzas de poder irme se habían esfumado. Tantas cosas y al mismo tiempo ninguna, pensé. Me dediqué a tomar fotografías de la construcción de la embarcación, de los obreros, sus rostros y manos callosas. Las herramientas rudimentarias e improvisadas fueron dándole forma al bote que, por su apariencia, me pareció que no flotaría.
Al día siguiente escuché la puerta de mi habitación. Era el hombre para decirme que el bote ya estaba listo. ¿Te gustaría salir de Haití? Me dijo. No era necesario que respondiera a su pregunta. Él sabía muy bien la respuesta.
Llegué rápido a la playa con mi cámara en la mano y lo vi terminado. Era un velero de siete metros de eslora. Lo habían llamado «Cree en Dios», hombres de fe, pensé. Estaba suspendido a unos cuantos centímetros de la arena sobre los troncos que le permitirían entrar al agua. Lo habían terminado de construir y, sin embargo, parecía que hubiese estado en el mismo lugar durante décadas. La madera del casco, vieja y opaca, teñida con diversos colores, lo hacían ver como un mosaico de muebles viejos, que habían sido colocados como las piezas de un rompecabezas. El mástil no era más que un viejo árbol que había sido desprovisto de sus ramas, el cual, desde donde lo vieras, mostraba una joroba que lo arqueaba.
Ese día él me dijo su nombre: «David». Me comentó que desde hace mucho tiempo había tenido un plan para irse de Haití y, al mismo tiempo, hacerse de algún dinero para cuando llegase a algún otro lugar. Había convencido a cuarenta y cuatro hombres para que construyeran un bote que los llevaría a otro país ocultos dentro del casco. Así evitarían ser descubiertos. Uno de ellos murió ayer, me dijo. Por eso quise invitarte, tenemos un puesto disponible. Su comentario me causó gracia, pues al ver en el interior del velero me di cuenta que esos pobres diablos viajarían como cerdos directo al matadero. David continuó ofreciéndome ese puesto por tan solo cinco mil dólares americanos. Lo pensaré, le dije.
De vuelta al hotel le pregunté al encargado si había algún recado para mí. Se rio de inmediato, «noticias», dijo mientras se alejaba moviendo la cabeza de lado a lado. Me habría conformado con una fecha, al menos para que mis esperanzas renacieran. Subí a la habitación y pasaron dos horas hasta que volvieron a tocar a mi puerta. Era David.
—Sé muy bien lo que estás sintiendo. Todo aquél que llega o nace en este lugar termina como tú, sin ganas de vivir —me dijo susurrando—. Esta es tu única oportunidad, si la desaprovechas morirás en esta pocilga. Ahora debo volver al bote, mañana zarpamos antes del amanecer. Sabes donde estaremos.
Lo vi perderse en las escaleras. Cerré la puerta, me senté por primera vez en la cama y contemplé la habitación. Necesitaba un cigarro pero lo único que conseguí fue la caja vacía junto a la cámara. Al verla me dije que esta era mi oportunidad de salir de allí, pero la verdadera motivación surgió cuando me di cuenta que podría terminar un gran trabajo fotográfico sobre los inmigrantes, aunque en el fondo sería sobre mi vida.
Tomé esa vieja tarjeta de memoria que ella me había regalado en uno de mis cumpleaños. Aun podía verse la dedicatoria escrita en su etiqueta. No quise leerla. Entre los recuerdos apagué la luz y me fundí en ellos hasta que el sueño me arropó.
Salí muy temprano del hotel. Le dedique una última mirada a su fachada. Aun sentía más dudas que certezas, pero comencé a caminar sin ver hacia atrás. Llegué a la playa. El bote flotaba y se dejaba llevar por el danzar de las olas. Cuarenta y tres hombres habían entrado en esa mazmorra flotante, era la cárcel hacia la libertad. Entré al agua. David y cuatro hombres más me ayudaron a embarcar. Ellos serían la tripulación. Nuestras vidas estaban en sus manos. ¿Qué podía pasar? ¿Qué nos perdiéramos en alta mar y muriéramos de hambre y de sed? No hice caso a mis pensamientos y entré. Cuatro tablas largas se posaron muy cerca de mi cabeza y fueron clavadas con los golpes de un martillo que nos aturdió. Risas y celebraciones nos acompañaron la primera hora de viaje, luego, solo fue el sonido del mar chocando contra la madera.
Sin que pudiéramos darnos cuenta, los movimientos del velero se hicieron más fuertes y continuos. La paz que habíamos disfrutado se había desvanecido. Podíamos sentir como la proa se elevaba y en cuestión de segundos caía golpeándonos con la misma intensidad que el mar lo hacía contra su estructura. Escuchábamos los pasos y los gritos de la tripulación. El agua nos caía a chorros entre las grietas de las tablas. Comenzamos a dar golpes para que nos escucharan. El agua comenzó a entrar también desde abajo. El mástil se había movido y había roto la estructura que lo unía al casco del bote. El agua nos llegaba por la cintura, se enturbió. Era la mezcla del vómito de no sé cuantos que no pudieron aguantar que su estómago también los traicionara. David gritó «nos estamos hundiendo». La luz de la lámpara que llevábamos con nosotros fue suficiente para ver el rostro de mis compañeros de viaje cuando escuchamos lo que ya sabíamos. Sus ojos estaban abiertos al máximo a punto de salirse de sus órbitas. Intentábamos mantenernos en nuestros puestos sujetándonos entre nosotros. Otros querían levantarse pero no podían, el techo los detenía y algunos fueron penetrados en sus cabezas por los clavos oxidados que sobresalían de las tablas.
Saqué de mi bolso la cámara y de mi chaleco aquella tarjeta de memoria. A pesar del poco tiempo que nos quedaba, esa madrugada convulsa volví a leer la dedicatoria que tenía escrita: «La tristeza es el síndrome de abstinencia de Dios». Las había olvidado. Precisamente eso era lo que sentíamos. Tomé una foto, sólo una antes de fijar la tarjeta en mi cuerpo con el tirro que llevaba conmigo. Sabía que moriríamos. Quería salvar esa imagen porque parte de mí viviría a través de ella. Quienes tenía a mi lado comenzaron a jalarme hacia abajo, ya no había espacio en el que pudiéramos respirar. Ya sumergido vi la luz borrosa de la lámpara, la cual terminó de apagarse y con su ausencia una fuerte puntada atravesó mis fosas nasales. El agua salada había comenzado a inundar mis pulmones y su sabor a rasgar mi garganta.
Desperté sobre una camilla. La garganta me ardía y me dolía toda la cara y el pecho al respirar.
—Está usted a salvo —dijo el uniformado que estaba parado a mi lado.
—Pero aun siento ese movimiento —dije con la voz ronca.
—Por supuesto. Estamos en un hospital flotante.
El buque hospital Comfort de la Armada de los Estados Unidos de América había entrado en aguas territoriales la noche del accidente. A pesar de ser una embarcación de doscientos setenta y dos metros de eslora, no le costó encontrarnos, sus sistemas avanzados de radares dieron la alarma, cuando sus vectores tradujeron en sus pantallas que sobre el agua flotaban cinco cuerpos y los restos de lo que parecía una vela, un mástil y unos trozos de madera. Fuimos rescatados unos minutos después que perdí el conocimiento.
Todos lo que íbamos escondidos nos salvamos, en cambio, David y los otros que lo acompañaban sobre el bote, no sobrevivieron. La tarjeta de memoria también sobrevivió y con ella el recuerdo de esos días: una pequeña parte de la miseria del ser humano.
Filadelfo J Morales
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