Inanai Kéeri

in #spanish7 years ago

Duermo rígido. Recuerdo las siguientes palabras que vienen hacia mí por un sueño. Una niña vestida de rojo con un lazo lavanda en el brazo izquierdo me mira con sus dos enormes perlas de mar. Me obliga a salir de mi cuerpo por mis córneas y entonces dice:

“¿Qué es vivir, sino un pestañeo? Nos aliviamos con la idea de que tener un propósito y morimos olvidando lo que realmente fuimos. Nos hipnotiza pensar que somos inmortales, cuando la realidad es que nuestro recuerdo se irá tan rápido como vino. Somos la especie que revolucionó al mundo y quienes estamos acabando con él, con esa ínfima partícula que se lleva el viento y que nos dio la vida.”

Me despierto con el sonido del viento que choca las hojas del caobo. Como saliendo de un sueño, una brisa fuerte que sopla y agita al viejo árbol. Mis párpados se sienten pesados, pero de igual forma los tengo que abrir. Hoy es un día importante. Todo está como siempre: el escritorio lleno de papeles, la sábana sucia de migas, un par de platos al lado de la cama y las cámaras viejas abiertas, de par en par, esperando a que las termine de arreglar. No me quiero levantar. Aunque sepa que hoy tengo que salir, hoy domingo a las ocho de la mañana, el anhelo de ver las hojas del caobo danzar junto con las hijas del viento es casi tan fuerte como mi determinación a levantarme de la cama. Finalmente pongo los pies en la fría baldosa del suelo. Mientras voy a cocinar el desayuno, reviso mi celular. Me deshago de la borra vieja y espero a que el agua hierva para hacer algo de café. Recibí un mensaje a las siete. “En el museo. Te espero a las 11”. Finalmente tengo la hora. Solo me basta con cocinar rápido, prepararme y salir a esperarla. Me gusta ser puntual, a veces demasiado. Es una mala costumbre porque, a fin de cuentas, las personas siempre llegan unos cuantos minutos más tarde. Aunque, ella es distinta. Distinta y puntual. Todo es cuestión de ser puntual.

Preparo. Sirvo. Como. Lavo y me dispongo a tomar una ducha. Pongo el agua caliente y enciendo la radio. Recuerdo que estaba sonando Girlish days de Coco Davis. Dejo que el agua recorra mi cuerpo. Cierro los ojos y me dejo empapar por completo. No paro de pensar en la última vez que la vi. Pensar, eso es. Sentir su piel mojada y su cabello entre mis dedos. No me detengo, ni siquiera en el río silencio de la soledad. Me pierdo tanto que pasan minutos antes de que reaccione. Volaron veinte esta vez. Minutos. Y ya se acercaba la hora. Todo es cuestión de volar.

Procuro llegar a las diez y cuarenta y cinco a la plaza de los museos. A ella le gustan los animales, siempre ha sido así. Por eso quiere esperarme en este, aunque quien la espere soy yo. Opto por quedarme en el pasillo donde los artesanos venden libros, películas y sus piezas hechas a mano. Me entretengo con uno en particular que hace rompecabezas de clavos, desde donde tengo una vista perfecta de la entrada al museo. La quiero ver llegar. Todo es cuestión de llegar.
Son las once y diez y al fin la veo sentarse frente a la entrada. Su melena oscura, su piel pálida y su figura delgada son imposibles de confundir. Está bañada en lunares y en un perfume de flores que me obsesiona. Me acerco caminando y la saludo con un beso y un abrazo. Le pregunto a dónde quiere ir y me responde “a donde tú quieras que vayamos”. Así que opté por llevarla a la galería de arte. Todo es cuestión de seguir adelante.

En todo el camino no emitió más de cincuenta palabras, me comentó sobre el gran edificio frente a la estación de metro, sobre el mural de obreros que tiene la fachada y sobre por qué no le decía a dónde íbamos. Me limité a hacer un gesto con las manos y la boca que ella pudo traducir como “mis labios están sellados”. No sabía a dónde la conducía, solo se dejaba llevar. Creo que fue una de las cosas que más me gustó de ella, la manera en la que confiaba en mí. Yo la conocía; aunque no fuera lo normal, yo la conocía. Y ella a mí también.

No dejó de ver emocionada cada una de las obras de arte de planta baja de la galería. Hubo un dibujo particular en el que estuvimos hundidos un par de horas: se trata de una señorita joven, envuelta en una sábana, atada con cuerdas. Es de tamaño real. Me explicó que las cuerdas estaban flojas, ella se estaba liberando; se estaba convirtiendo en mujer. Sabía cómo dejarme sin palabras, pues no supe qué decir y me limité a admirarla en silencio, a verla sin que se diera cuenta, sin que saliera del mundo imaginario en el que estaba. Su cuerpo yacía frente a mis ojos, pero ella se convirtió en ese cuadro. Yo hacía maravillas con verla, y ella con tan solo respirar.

Ya era hora de irse y mi cabeza no se desprendía de la suya. No quería partir, ni separarme de su incienso perfume. Tenía las pupilas dilatadas, estaba perdida totalmente en la inmensidad de su mente. Me ayudó a incorporarme del asiento desde donde veíamos los cuadros barrocos y partimos. Estábamos en nuestro mundo. El mío compuesto de imágenes suyas; el de ella hecho de pinturas de margaritas, girasoles y campos abiertos donde yo quería estar en ese momento caminando, mientras sentía la brisa cálida de sus manos haciendo marañas en mi cabello. Entonces salimos del complejo, saludamos al vigilante y partimos al teatro para tomar algo. Estuvimos conversando durante poco más de una hora, cuando tocaron ya las cinco y media de la tarde y decidí, que sería bueno acompañarla a casa. Ella me respondió que podíamos quedarnos hasta las siete porque algún familiar suyo trabajaba cerca y se había comprometido a llevarnos a ambos. Acepté y continuamos hablando y hablando, y no lo pude evitar; pisé fondo y me perdí en su mirada. Mi maldita costumbre de pensar demasiado. Y yo, que no podía sino pensar en ella. Sólo ocurrió.
La llamó su tío o hermano y nos dispusimos a caminar hacia donde íbamos a esperar al señor. Estuve vagando por sus tierras fértiles de café, navegando en la infinita oscuridad de sus pupilas. Quise por un momento abandonar el mundo. No hice caso al exterior. No hice caso a los sonidos de la calle, al chillido agudo ni a la luz cálida que se hacía cada vez más intensa en la negrura de las siete y en la palidez de su piel. Todo es cuestión de volar.

La veía mientras flotaba, y yo a su vez yacía suspendido en el aire. Disperso y ligero. desconectado del mundo que se movía a mi alrededor, mareado, lúcido, feliz y confundido. Volvieron a mí imágenes. Goya, Rembrandt, Picasso, Monet, Dalí, todos me golpeaban con sus pinturas más puras.

Entonces todo se puso negro.

Desperté a los dos días tendido en una cama que no era mía. La tarde ya había tocado el filo del cielo, logré ver un par de guacamayas volando a lo lejos por la ventana. Me dolía todo el cuerpo y tenía el brazo derecho amoratado, me atendió una enfermera que me explicó todo lo que había ocurrido.

Ya al tercer día me dieron de alta. Recuerdo que fue la noche más triste y más hermosa que jamás experimenté. La luna estaba enorme, más brillante que nunca, y se colaba a verme por la ventana. Sus niñas, miles, todas lucían vestidos azules preciosos. Ella, la más grande, me susurraba teñida en escarlata. Parecía un baile. Mientras se desvestían, sollozaba en soledad, desconsolado por mi tierna niña de ojos profundos y bañada en lunares, a quien no volvería a ver por querer huir del mundo. Maldije mi dolor, mi sufrimiento y mi pena mientras trataba de escuchar canciones que me alejaran de su memoria, ¿Y cómo hacerlo, si era lo único que me quedaba de ella?

Desperté a la mañana siguiente. No había mensajes. No me quise levantar, me conformé con abrir los ojos y ver el techo por un par de minutos. Todo estaba en silencio. Fue ahí, entre esas reflexiones, cuando volví a entrar al mundo real y me di cuenta de que ya nada sería igual. Los días pasarían, las semanas, los años, y nada sería igual. Ahora el caobo me susurra durante las noches, a veces llora desgarrado, preguntándome porqué ya no lo acarician las hijas del viento.
Todo es cuestión de volar. Y ella, que es mi todo, se fue volando.