El ridículo circo de la costa - un relato anecdótico sobre la podredumbre humana
Saludos, compañeros de Steemit.
Espero sea de su gusto y agradezco sus comentarios.
Esperamos un poco más a que la función iniciara y fuimos del malecón a la carpa danzante. Desde adentro la carpa era de menor tamaño. Las sillas de plástico que rodeaban el área destinada a los actos estaban ya ocupadas, subimos no sin dificultad a las improvisadas gradas echas de maderos y sogas. Por las condiciones del espacio, la poca iluminación y la escasa asistencia, no nos sorprendió que la taquillera fuese la trapecista. Tras algunos tropiezos y posibles caídas, por fin se vio derribada sin duda por un mal paso. Osciló ejecutando un movimiento pendular, quise dar crédito a la caída al imaginarla un acto de hipnosis. Los demás asistentes no vieron tan simpático el fallo, se deshicieron en insultos y silbidos. Le siguieron a la taquillera-trapecista-péndulo tres payazos que dieron mucha menos risa que el acto anterior: eran aterradores, de corpulencia excesiva y maquillados malamente. Cuando se retiraron, una ovación de gratitud sacudió las gradas.
Dos artistas suspendieron sus presentaciones, prolongándose así el receso de mitad de función. El bullicio de la espera disminuyó al anunciarse a “El Espectacular Tragasables”. Pude identificar en el monumental temerario a uno de los patéticos payazos que ya nadie recordaba. Además de tragar, para regurgitar luego, varios sables de distintos tamaños, el ex-bufón masticó y tragó vidrio triturado y exhibió una tolerancia particular hacia el calor frotando sobre sus brazos y pecho una antorcha encendida. No eran tan maravillosas las habilidades del tragasables, lo realmente sorprendente de su acto era el estoicismo y la inexpresividad de su rostro. Desencantado de su oficio, desencantaba a todos los que podíamos verlo ingerir y resistir con tedio y desgaste.
El último acto fue inexplicable, al menos para mí lo fue. Se anunció a una bailarina que, suspendida por telas y aros, flotaba delicadamente mientras danzaba en el aire. La composición aérea se ejecutó hermosamente, para asombro de los que quisieron verla. Pocos fueron los que pudieron disfrutarla; la mayoría, desde que vieron entrar a la bailarina, se perdieron en la certidumbre de que el género de la artista estaba errado. El muchacho maquillado dentro del traje estrecho que bailaba agraciadamente y se sostenía con la fuerza de una de sus piernas a una tira vaporosa atada a un aro, trascendió a la joven que planeaba por todo el circo como si hubiese nacido de un suplo.
La imagen del muchacho excesivamente maquillado parado en el centro de la arena del circo eclipsó a los presentes. Nadie pudo ver el acto que se consumó con éxito y al finalizar tuvo como respuesta burlas y chistes de todos los colores sobre lo que seguro ocultaba el fenómeno que hacía reverencia antes de retirarse. El maestro de ceremonias despidió a la audiencia y mientras se vaciaba la carpa lentamente, todos los miembros del circo aparecieron transmutados a desmontar la carpa y las gradas. Nos retiramos al igual que los demás, indiferentes a todo lo sucedido y hasta al circo mismo. Dos días después me fui de Margarita, y supe por noticias de mis amigos que el circo había vuelto con un acto nuevo y desolador: un niño adolorido lloraba sin consuelo durante todas las funciones, lloraba viendo a la audiencia que veía la función. No me sorprendió en absoluto, sabía que la parte de mí que se había quedado en el circo no era feliz, nunca lo sería.