La I latina – José Rafael Pocaterra
—¡Nada! ¡Nada!— dijo mi abuelita—. A ponerlo en la escuela…
Y desde ese día, con aquella eficacia activa en el milagro de sus setenta años, se dio a buscarme una maestra. Mi madre no quería; protestó que estaba todavía pequeño, pero ella insistió resueltamente. Y una tarde al entrar de la calle, deshizo unos envoltorios que le trajeron y sacando un bulto, una pizarra con su esponja, un libro de tipo gordo y muchas figuras y un atadito de lápices, me dijo poniendo en mí aquella grave dulzura de sus ojos azules: —¡Mañana, hijito, casa de la señorita que es muy buena y te va a enseñar muchas cosas…!
Yo me abracé a su cuello, corrí por toda la casa, mostré a los sirvientes mi bulto nuevo, mi pizarra flamante, mi libro, todo marcado con mi nombre en la magnífica letra de mi madre, un libro que se me antojaba un cofrecillo sorprendente, lleno de maravillas! Y la tarde esa y la noche sin quererme dormir, pensé cuántas cosas podría leer y saber en aquellos grandes librotes forrados de piel que dejó mi tío el que fue abogado y que yo hojeaba para admirar las viñetas y las rojas mayúsculas y los montoncitos de caracteres manuscritos que llenaban el margen amarillento.
Algo definitivo decíame por dentro que yo era ya una persona capaz de ir a la escuela.
Al otro extremo del corredor, cerca de donde me pusieron la silla enviada de casa desde el día antes, estaba un tinajero pintado de verde con una vasija rajada; allí un agua cristalina en gotas musicales, largas y pausadas, iba cantando la marcha de las horas. Y no sé por qué aquella piedra de filtrar llena de yerbajos, con su moho y su olor a tierras húmedas, me evocaba ribazos del río o rocas avanzadas sobre las olas del mar…
Pero esa mañana no estaba yo para imaginaciones, y cuando se marchó mi abuelita, sintiéndome sólo e infeliz entre aquellos niños extraños, que me observaban con el rabillo del ojo, señalándome; ante la fisonomía delgadísima de labios descoloridos y nariz cuyo lóbulo era casi transparente, de la Señorita, me eché a llorar. Vino a consolarme, y mi desesperación fue mayor al sentir en la mejilla un beso helado como una rana.
Aquella mañana de “niño nuevo” me mostró el reverso de cuanto había sido ilusorias visiones de sapiencia… así que en la tarde, al volver para la escuela, a rastras casi de la criada, llevaba los párpados enrojecidos de llorar, dos soberbias nalgadas de mi tía y el bulto en banderola con la pizarra y los lápices y el virginal Mandevil tamborileando dentro de un modo acompasado y burlón.
La Señorita tenía un hermano hombre, un hermano con el cual nos amenazaba cuando dábamos mucho qué hacer o estallaba una de esas extrañas rebeldías infantiles que delatan a la eterna fiera.
—¡Sigue! ¡Sigue rompiendo la pizarra, malcriado, que ya viene por ahí Ramón María!
Nos quedábamos suspensos, acobardados, pensando en aquel terrible Ramón María que podía llegar de un momento a otro… Ese día, con más angustia que nunca, veíamosle entrar tambaleante como siempre, oloroso a reverbero, los ojos aguados, la nariz de tomate y un paltó dril verdegay.
Sentíamos miedo y admiración hacia aquel hombre cuya evocación sola calmaba las tormentas escolares y al que la Señorita, toda tímida y confusa, llevaba del brazo hasta su cuarto, tratando de acallar unas palabrotas que nosotros aprendíamos y nos las endosábamos unos a otros por debajo del Mandevil.
—¡Los voy a acusar con la Señorita! —protestaba casi con un chillido Marta, la más resuelta de las hembras.
—La Señorita y tú… —y la interjección fea, inconsciente y graciosísima, saltaba de aquí para allá como una pelota, hasta dar en los propios oídos de la Señorita.
Ese era día de estar alguno en la sala, de rodillas sobre el enladrillado, el libro en las manos, y las orejas como dos zanahorias.
—Niño, ¿por qué dice eso tan horrible? —me reprendía afectando una severidad que desmentía la dulzura gris de su mirada.
—¡Porque soy hombre como el señor Ramón María!
Y contestaba, confusa, a mi atrevimiento:
—Eso lo dice él cuando está “enfermo”
—¡Señorita, aquí el “niño nuevo” me echó tinta en un ojo!
—Señorita, que el “niño nuevo” me está buscando pleito.
A veces era un chillido estridente seguido de tres o cuatro mojicones:
—¡Aquí…! Venía la reprimenda, el castigo; y luego más suave que nunca, aquella mano larga, pálida, casi transparente de la solterona me iba enseñando con una santa paciencia a conocer las letras que yo ditinguía por un método especial: la A, el hombre con las piernas abiertas —y evocaba mentalmente al señor Ramón María cuando entraba “enfermo” de la calle—; la O, al señor gordo —pensaba en el papá de Totón—; la Y griega una horqueta —como la de la china que tenía oculta—; la I latina, la mujer flaca —y se me ocurría de un modo irremediable la figura alta y desmirriada de la Señorita… Así conocí la Ñ, un tren con su penacho de humo; la P, el hombre con el fardo; y la & el tullido que mendigaba los domingos a la puerta de la iglesia.
Comuniqué a los otros mis mejoras al método de saber las letras, y Marta —¡como siempre!— me denunció:
—¡Señorita, el “niño nuevo” dice que usted es la I latina!
Me miró gravemente y dijo sin ira, sin reproche siquiera, con una amargura temblorosa en la voz, queriendo hacer sonrisa la mueca en sus labios descoloridos:
—¡Si la I latina es la más desgraciada de las letras… puede ser!
Yo estaba avergonzado; tenía ganas de llorar. Desde ese día cada vez que pasaba el puntero sobre aquella letra, sin saber por qué, me invadía un oscuro remordimiento.
—Miren, miren: ¡le sacó sangre!
Quedamos de pronto serios, muy pálidos, con los ojos muy abiertos.
Yo lo referí en casa y me prohibieron, severamente, que lo repitiese. Pero días después, visitando la escuela el señor inspector, un viejecito pulcro, vestido de negro, le preguntó delante de nosotros al verle la sien vendada:
—¿Cómo que sufrió algún golpe, hija?
Vivamente, con un rubor débil como la llama de una vela, repuso azorada:
—No señor, que me tropecé…
—Mentira, señor inspector, mentira —protesté rebelándome de un modo brusco, instintivo, ante aquel angustioso disimulo— fue su hermano, el señor Ramón María que la empujó, así… contra la pared… —y expresivamente le pegué un empujón formidable al anciano.
—Sí, niño, sí ya sé… —masculló trastumbándose.
Dijo luego algo más entre dientes; estuvo unos instantes y se marchó.
Ella me llevó entonces consigo hasta su cuarto; creí que iba a castigarme, pero me sentó en sus piernas y me cubrió de besos; de besos fríos y tenaces, de caricias maternales que parecían haber dormido mucho tiempo en la red de sus nervios, mientras que yo, cohibido, sentía que al par de la frialdad de sus besos y del helado acariciar de sus manos, gotas de llanto, cálidas, pesadas, me caían sobre el cuello. Alcé el rostro y nunca podré olvidar aquella expresión dolorosa que alargaba los grises ojos llenos de lágrimas y formaba en la enflaquecida garganta un nudo angustioso.
Pero esta vez la Señorita no salió; una grave preocupación distraíala en mitad de las lecciones. Luego estuvo fuera dos o tres veces; la criada nos dijo que había ido a casa de un abogado porque el señor Ramón María se había propuesto vender la casa.
Al regreso, pálida, fatigada, quejábase la Señorita de dolor de cabeza; suspendía las lecciones, permaneciendo absorta largos espacios, con la mirada perdida en una niebla de lágrimas… Después hacía un gesto brusco, abría el libro en sus rodillas y comenzaba a señalar la lectura con una voz donde parecían gemir todas las resignaciones de este mundo:
—Vamos, niño: “Jorge tenía un hacha…”
—No sé de quién hablaban.
A ratos, el señor Ramón María que recibe los pésames al extremo del corredor y que en vez del saco dril verdegay luce una chupa de un negro azufroso, va a su encuentro y vuelve. Se sienta suspirando con el bigote lleno de gotitas. Sin duda ha llorado mucho porque tiene los ojos más lacrimosos que nunca y la nariz encendida, amoratada.
De tiempo en tiempo se suena y dice en alta voz:
—¡Está como dormida!
—¿Sufrirá también ahora?
—No —responde, comprendiendo de quién le hablo— ¡la Señorita no sufre ahora!
Y poniendo en mí aquellos ojos de paloma, aquel dulce mirar inolvidable, añade:
—¡Bienaventurados los mansos y humildes de corazón porque ellos verán a Dios!…
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