Galego, El Rey.
Galego, El Rey.
El primer ministro esperaba pacientemente, sentado en el trono. La oscuridad de aquel salón siempre le había gustado, desde el día en que comenzó a trabajar en el puesto que escogió para él Sitado, el rey. O al menos fue el rey, hasta que Galego decidió que ya era hora de un cambio. El trono era cómodo, sin extravagancias, una simple silla grande, hecha de buena madera, acomodada con varios almohadones blanquecinos, que hacían contraste con el negruzco color del suelo, las paredes y el techo de la estancia. En el salón del trono no había mucho más que, pues eso, el trono, pero tampoco se echaba en falta nada.
«Primer Ministro, la ciudad ya ha caído. Los refuerzos del traidor no llegarán sino en unas ocho o nueve horas, y para entonces ya tendremos al resto de nuestro ejército aquí» le había comentado su mano derecha, el comandante de la ciudad, Willys Krott. Ya siete de las ocho horas habían pasado, y el ejército del traidor y ex rey Sitado, según los espías del ministro, no estaba aún ni a medio camino. Las cosas parecían marchar bien. El primer ministro se puso en pie, se acercó a la ventana, y miró afuera. El escenario le dio esperanzas, al ver la ciudad en llamas. Las casas estaban en pleno incendio. Las mujeres sollozaban, abrazadas a sus maridos, muertos en las calles, y los niños corrían, corrían y huían. «Sí, tal vez ahora se vea mal, pero la paz nunca llega sin que ocurra guerra antes. Estos inocentes niños necesitan endurecerse para servirle bien a su nuevo rey. Dentro de muchos años, todos me mirarán, y sabrán que tomé las mejores decisiones. Por ahora solo tengo que fingir que no sabía que habría un levantamiento entre mis propios hombres. Es una lástima que Sitado no pueda ni deba comer en su celda… pero al fin y al cabo, fue él quien decidió que a los presos no se les diese comida ni una vez en dos días seguidos. Todo lo que uno hace, se devuelve, vaya» De hecho, el rey Galego no estaba nada arrepentido de haber firmado esa ley. Los presos nunca se han merecido nada. Galego volvió la mirada, y la centró en el trono. Su trono.