Zenteno (Capitulo final)

in #spanish7 years ago

Mucho tiempo después, instalado en otro continente, recibí una carta Don Isaías Calderón, alias el de Bicho, para que nos encontráramos en la dirección de siempre en una precisa fecha y hora. A las doce el 20 de Diciembre. Simple y directo, me invitaba a viajar y retornar no importando nada más. Con la tarjeta en la mano, de pie en un muelle de Sidney, vi a Doña Emerlinda ventilando el brasero en el patio, la lluvia que caía desde las tejas coloniales, el crepúsculo que se colaba por las hojas del acacio del frente y llegaba, filtrado por la ciudad hasta mi pieza, el despertar del sábado con las ferias de calle Franklin, el bullicio de las chicas del Liceo Seis y tantos otros detalles que me invadieron cuando decidí volver después de veinticinco años.

Había recibido dos cartas y una tarjeta de él desde mi salida del país. Sabía entonces que estuvo preso, que luego prosperó, que quería enviarme alguna cosilla y que jamás mantenía una dirección o teléfono. Le escribí contándole de mi nueva familia, de mi casa, de las vacaciones pero no recibí respuestas. Incluso visité el país en algunas ocasiones, una de ellas para ver a mi lejano hermano que estaba en malas condiciones de salud pero nunca había logrado reencontrar al escurridizo Bicho.
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Llegué en un taxi desde el hotel. Me asombró que el trozo de calle estuviese igual, pero el Bicho no se veía en ninguna parte, sólo un carabinero que caminaba lentamente hacia su comisaría unas cuadras más al Norte. Desesperanzado me puse a observar la vieja casona tratando de encontrar alguna señal de su presencia. Tal vez había cambiado demasiado. O simplemente se había olvidado.

Un débil toque en mi manga me hizo voltearme.

-¿Conoce usted al Bicho? Me dijo una muchacha de ojos pintarrajeados y semblante cadavérico que apareció de la nada.

-Si, respondí sorprendido, y justamente ando buscándolo.

-Tome entonces, entrégueselo usted me dijo mientras me alargaba unos billetes enrollados y mugrientos.

Se alejó corriendo y yo quedé con el lío entre mis dedos paralizado por la sorpresa. Cuando acerté a pensar qué hacer un carabinero me tomaba del brazo violentamente, me lo doblaba y me ponía unas esposas.

Me costó un mes convencer al juez que yo no tenía nada qué ver con el comercio de la droga. Estuve encerrado todo ese tiempo esperando que comprobaran mi domicilio y trabajo en Sidney y que allá no era delincuente ni tenía órdenes pendientes en mi contra. Impedir que me procesaran me costó otro mes de búsqueda de antecedentes. La chica en cuestión era una conocida drogadicta y encontrarla me costó mi dinero y mi tiempo, pero afortunadamente visitaba los mismos lugares en busca de droga. Declaró que considerando que yo era conocido del Bicho, pensó, dentro de su arruinado cerebro, que podría entregarle el pago de una última ración de pasta. No había transacción de droga. Salí libre después de tres meses.

Solo en la habitación del hotel, medité la extraña situación y entendí que me estaba siendo especialmente difícil volver.

Abandoné mis camisas gringas y me puse una sobria polera chilena como para ir a despedirme del lugar, reacio a aceptar que ya no era de allí y que una zanja insalvable se había abierto entre el pasado y el impredecible presente.

El zaguán era una aproximación de lo que había sido, las puertas eran de acero para proteger la bodega que guardaba en el interior. La calle Chiloé frente a la comisaría estaba atestada de vehículos chocados o retenidos llenándolo todo. El Liceo era mixto, con chicos con aros y tatuajes, asimismo el Liceo Seis que mostraba una moderna estructura. La Escuela Eduardo Edwards ya no existía dando lugar a una escuela técnica, aunque conservaba el gran patio con una imagen de la Virgen al fondo. El final de la calle Zenteno estaba ocupado por garages y pavimentado con asfalto. Sin embargo percibía que el barrio se negaba a dejar de ser, porque bajo esa cubierta suave se presentían aún las piedras de antaño.

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Caminé por la calle Victoria hasta encontrar la plazoleta de la Capilla "diosa” (De Ossa) como la llamábamos. Elegí un escaño entre arbustos donde me senté a pensar si volvería alguna vez, antes que el barrio se transformara y se llenara de edificios altos que ya se veían emerger un poco más allá de Avda. Matta. Algunos pasos más lejos, cuatro vagabundos de esos de las hospederías de calle Juan Vicuña estaban trajinando un tarro de basura. Uno de ellos, con impermeable sucio y paso vacilante de beodo, se acercó y se me sentó al lado. Antes que alcanzara a examinarlo, se acostó en el banco, apoyó su cabeza en mis piernas a modo de almohada y dijo con voz ronca:”Quiero descansar”, lloriqueó suavemente antes de relatarme sus penas y dolores. El alcohol y la mala alimentación lo tenían reducido a una caricatura de lo que yo conocí.

El Bicho se moría, había estado en un hospital pero se había escapado a terminar sus días en ese barrio. El hígado era una enorme masa que le agrandaba el tórax dándole un aspecto de fortaleza que no era real. No quise preguntarle nada más, era obvio que le quedaba poco tiempo. Despojado de su dinámica facultad de moverse en las callejuelas, sólo esperaba. Planificó nuestro encuentro pensando que mi presencia le iba a conferir la vitalidad que tuvo cuando me apadrinó.


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-Duerme, Bicho, duerme. Le dije mientras el crepúsculo de calle Chiloé coloreaba sin fijarse en diferencias las viejas casas del barrio y la brisa fría del otoño batía las hojas pálidas de los ligustrinos.



Ilustraciones propias.


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