ALCALDE NUESTRO
Se ha secado el sudor. En la puerta lo esperan los adoquines, postradas columnas de tablón rizado, pensando, quizá, que viene solo de visita, de paso, como lo hacen todos al principio. Un hombre despeinado, mal arreglado, huraño y sin lustre, al que le queda corto el saco, recibido por el clérigo arrogante, representante adusto del dios del aire, la quema y el prejuicio. Estamos asistiendo, dijo el pastor, a un día histórico donde el pueblo, representado dignamente en nuestro alcalde, reconfirma en la sangre de Cristo, la voluntad ilesa y previsible, de confirmar que la fe, lo sagrado, y las necesidades de los ciudadanos, son una misma cosa. El alcalde se atraganta la risa. El alcalde se ahoga. El alcalde lagrimea y sacude, no sin cierto reparo, el cuerpo que lo trajo hasta aquí. Mira hacia todos los lados, como buscando testigos, o por lo menos, compañeros de la gracia. Un hombre despeinado, mal arreglado, huraño y sin lustre, al que le queda corto el saco, mira con desconcierto al pastor errante, enorme como tepuy, coronado de lisonjas. A su espalda, acompañado está de los jinetes de la fe, los que en lo real deciden, por fuerza de la ley de los hombres, el destino de los demás. Es así como se forja el control de esa iglesia, la de la resurrección moderna, con sus plegarias de whatsapp y sus limosnas de bitcoins. La jinetera de los artículos, posicionada fiel al sacramento dado por el púlpito y ante los ojos del pastor: ovejas fieles con conocimiento de causa. Y toman nota de este alcalde despeinado, mal arreglado, huraño y sin lustre, al que el saco de la elegía le queda corto por resultarle placentero el regalo de la finta, y la risa, cómplice de la arrogancia de los que se posan al frente, dándole el pase de capa, la luz verde, asintiendo con los dientes el ahogo repentino invitándolo a pasar, al café, a besar la mano, al protocolo de siempre. Este es el hombre, susurran entre la risilla alfombrada, que pretende bajarle la temperatura a la ciudad sembrando árboles. Este es el hombre que, en campaña, renegando de nosotros, habló del buen, digno y sólido sistema de transporte público que evitaría que los habitantes de la ciudad olvidada siguieran siendo parapléjicos. Este es el hombre que habla del arte como si lo conociera o importara, prendido de Gramsci y Fromm. Este es el hombre, loco imaginario, que llegó a hablar de la unión definitiva de las dos alas de la urbe, en medio de barcos hechos cafés y plataformas de baile, muelles y pasos fluviales con guirnaldas flotantes, cascadas de gotas titilando en colores bajando alegres desde los puentes, dignificando al río como centro humano. Este es el hombre que gritó en los mítines impuestos por el partido, sobre la necesidad de la belleza en la metrópoli, y lo nutritivo de la contemplación. Este hombre despeinado, mal arreglado, huraño y sin lustre que entra a nuestro templo para evitar las alcabalas, y pagar su cuota con pleitesía. Ubicado el alcalde que va por delante, como los cuernos del cabrío, observando las dimensiones del recinto dorado, lleno de imágenes anhelantes en alto relieve, versículos bíblicos como boyas proféticas, una cruz al fondo de la tarima, enorme como un misterio, con su luz blanco azulada, suspendiéndola y separándola. Hemos hecho, dice el pastor, de este lugar un centro sagrado. El alcalde abre la boca. La luz amarilla encandila. Es una cámara de tesoros. Una mina. Se va quitando el saco mientras pasea la mirada por las líneas. Todas se dirigen al escenario. Todas llevan las formas del embudo. El alcalde pregunta por qué lo azul en las luces tras la cruz. El pastor abre los brazos, consciente y generoso, y explica que esa es la luz del relámpago, el que Dios manda para dar cuenta de su presencia en la oscurana. ¡Qué bueno!, responde el alcalde. Ahora me sacan todo de aquí. El teatro vuelve a la ciudad. Ante la afrenta se apagan de los rostros las marcas de la victoria para encenderse los de la guerra. Los fiscales, fieles creyentes del misterio divino, entran con sus papeles a explicar, palmo a palmo y ley por ley, cada una de las leguleyas anclas del tiempo que le permiten a la osada feligresía, el pueblo entregado a la adoración del santísimo, representado aquí mismo, palabra de ellos y del Señor, por el pastor clavado y doloso. Seudo infartado, la pose del herido apoyado en el espaldar de una de las butacas del reino, levanta la voz. Esta resuena clara. Es el tumulto que reclama en varios lenguajes lo mismo. Y el alcalde despeinado, mal arreglado, huraño y sin lustre, al que le quedaba corto el saco, sosteniéndolo en su antebrazo, arquea su ceja esperando que callen. En la cresta de ola, susurran los cuervos a la víspera, rendidos en la cerca del perímetro, a la espera de la muerte. Ante el silencio, el alcalde responde que podrán decir misa todo lo que quieran: el espacio es del municipio. El pueblo olvidado, a través de las instituciones del Estado, laico y plenipotenciario, con gusto pagará por la mudanza y las molestias. La orden ya fue dada. Viene de arriba, señalando a Miraflores.
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