Soasti con Vidal Rivadeneira.

in #surrealista6 years ago (edited)

​Esa tarde el calor anegaba las almas circundantes, olía a pan y a ayampaco. En las pequeñas calles de adoquines imperfectos se alzaban paraguas rosas y grises como si el sol rociara agua, no fuego.
Esa tarde el pequeño café de la esquina en la que intentaba trabajar diligente, estaba desolado. El mercado bajaba su santamaria, el calor agobiaba y quemaba sin pudor ni piedad y parecía casi una droga somnífera.
Me senté a calmar mi sed en el balcón del primer piso de aquel pequeño edificio en el que sin otra opción, me tocó vivir. Esa tarde me sentía miserable, pensé en que podría ser el calor, las llamas del sol y la brisa caliente que despeinaba mi cabello decolorado. El cielo azul y las nubes que parecían traer presagios. La casa de enfrente siempre tan solitaria, salvo por aquel gringo de pocas palabras que por la mañana saludaba al sol y por la noche a la luna con su lenguaje de yoga. Jamás pude entender qué hacía en tan cauteloso lugar. Incluso la paz, se sentía abrumadora.

Eran las 4:30 pm, sobre la vereda de la calle Soasti la soledad era inquietante. En una esquina ladraba un perro llamado Max, y en la otra cuadra jugaban dos pequeñas niñas con una cuerda de saltar. Yo las miraba y la melancolía me hipnotizaba con su desasosiego. Me pregunté entre la bruma de calma si el silencio sería más aturdidor que el sonido de la lluvia sobre el techo galvanizado, si debería ser la calma el desorden y si el desorden debería ser calma.

Invadida por tales cuestiones de índole vaga, el tiempo me despertó con la caída del sol. Di gracias a Dios por la llegada de la noche, el calor había cesado y olía a menestra de mi madre, pero la sensación de miserabilidad no se ahuyentaba con compañía. Ni con sonidos en la casa, ni con olores agradables. De hecho, la frívola realidad yace en el gusto por la soledad que mis años bonaerenses me donaron. Mis ritos diurnos y nocturnos como parte de mi respiración, eran el pulmón de mis días. El mate al despertar y dos o tres cigarrillos mientras cocino, las salidas en compañía de mis libros a parques tinturados de otoño, los soliloquios nocturnos, las medialunas de grasa, la llamada de Alba y sus preocupaciones (generadas por mí, por supuesto), el jugo de naranja, los sueños mientras miro por la ventana, el olor a palo santo, y el sonido eléctrico de la ciudad que no cesa.

Ya despierta, entre luego de un par de horas al departamento. Vi a mi madre con el rostro quemado por el sol y a mi hermano casi dormido en la habitación compartida. Ella me miró de pies a cabeza, estaba parada frente a las hornillas meneando con una cuchara de madera la menestra que antes olí, tenía el cabello recogido con la cola muy alta y despeinada, una camisa verde manzana (su color favorito), un cigarro importado desde China en el cenicero que migró con ella desde Venezuela, un pantalón gris y el maquillaje corrido. Preocupada me pregunto si estuve en casa todo este tiempo, yo le respondí que sí, pero que me quede dormida del cansancio. Mis piernas se habían quemado y mis brazos también, adquirieron un color a puerco cuando apenas comienzas a cocinarlo. Me preguntó como prediciendo que no iba a responder, pero con la necesidad de cumplir su rol de madre si me encontraba bien y yo, por supuesto, mentí.

— "Estoy bien, mamá. Solo agotada"

Ella no me creyó, su mirada me lo narró pero decidió hacer un gesto en desdén, entre el agotamiento y la necesidad de no insistir en detalles, queriendo decirme exactamente eso, que no me creyó pero que estaba bien. Me ofreció inmediatamente algo de comida, a lo que yo me negué con la excusa del agotamiento. Le comenté que me iría a descansar y que me disculpara. Ella estaba inmutable, rígida, preocupada pero con la certeza de que no podía hacer nada por mi.

Me acomode en la cama que estaba a unos metros de mi hermano. Pensé en orar, la vieja creencia infundada por mi abuela que explicaba lo fidedigno que es buscar un rosario para dormir en paz se me plantó unos minutos en el pensamiento con el cual divague. Yo, pese a mis muchos años como fanática católica ya no sabía cómo orar, ya no podía actuar como si ese acto de fe desesperado me podría ayudar. La pérdida de tiempo era cotidiana, entre ritos y esperanzas se asimilaba la existencia y para mí, en ese momento de íntima oscuridad, estaba claro que apelar a mis más arcaicas costumbres era aferrarse a la esperanza de que alguien pudiera solucionar mi vida cuando yo no sabía cómo andar. En ese momento de cruel realidad, Dios era una construcción social para endulzar las amarguras. Caí en el limbo filosófico que siempre intentaba evitar, pensé en el amor como una necesidad básica y social, pensé en la soledad como una vieja amiga que me esperaba, pensé en la psicología y la mal llamada parapsicología, pensé en el dolor que me aterraba, pensé en la palabra "nosotros" y en el libro que estaba por culminar.

Eran aproximadamente las 11:30 pm, y percibí las luces de la cocina apagarse, olía a cigarrillo chino y se abrió la puerta. Mi madre se descalzó y se escurrió en la cama sobre la que mi hermano dormía, ahora olía a café y a frutas, por supuesto, también a cigarrillo. Se soltó el cabello y se acomodo en la almohada, supe que no dormiría pronto, su respiración estaba agitada, bostezaba y daba vueltas. Yo estaba acostada boca arriba, mirando el foco apagado y escuchando el roce de su cuerpo con el colchón y las sábanas, también verdes manzana, sus quejidos nocturnos y su moqueo. Pasaron unos 30 minutos. Aunque el tiempo es relativo, sobre todo cuando se debe estimar, tuve la impresión de que por fin tejió su sueño y se dejó caer. Sentí melancolía en ese momento, melancolía de algo que no tuve por mucho tiempo, aunque hasta ese punto había llegado a la conclusión de que nunca estuvo, entonces sentí melancolía de algo que no tendría jamás.

Extrañaba su timbre de voz, las peleas por opiniones contrarias, sus canciones inventadas y sus risas exageradas. La melancolía y la suma intensa de sentimientos no especificados me hicieron caer hasta llegar por fin al suelo helado, estaba parada sobre la realidad de ese ahora: La dejaría por segunda vez, sin remordimientos ni culpa pero con la sensación de quererla cerca y lejos.

Eran las 2:00 am, la casa estaba sumida en una oscuridad implacable, daba miedo intentar divisar el fondo del contexto a donde decidiera mirar, sin embargo me volteé sobre mi eje derecho buscando a mi hermano y a mi madre con la mirada, solo para memorizarlos. Mis ojos nunca ayudan, no veo de cerca ni de lejos y la luz en exceso me hace ver solo sombras, pero me adapto fácilmente a la oscuridad, es posible que por eso me guste tanto. Tardé unos segundos en darme cuenta de que mi madre estaba despierta, y me miraba fijamente. Lo que yo intentaba hacer recientemente ella llevaba un tiempo cavilando, porque así son las madres, caminando a cinco pasos por delante de nuestros traspiés.

Nuestras miradas se encontraron, ella respira profundamente y note que tuvo intenciones de iniciar una charla digna de la madrugada. Algo que rondaba en su mente no la dejaba en paz y su boca necesitaba decírmelo, era el momento perfecto.

— “¿No puedes dormir?”, dije en voz baja.

— “No, creo que tomé demasiado café”.

Me quedé en silencio porque el tono de su voz era severo, me pregunté si realmente quería escuchar lo que tenía para decir, pero ya que evadir nunca fue mi modo de afrontamiento, decidí hacer la pregunta y ser directa.

— “¿Hay algo que me quieras decir, mamá?”.

— “Sí, hija”. No vaciló en darme su respuesta, solo prosiguió.

— “Hace años te dije que la vida te castigaría por las gracias que la genética te regaló, tu lo tomaste muy mal y hasta hoy, sé que ese recuerdo te acompaña. Ahora veo que eres fuerte, pero estás triste, y prefieres la soledad y la intimidad de tu mente. De lo que imaginé que pasaría solo veo una ahora, y es exactamente lo que más miedo me causaba. Eres triste, porque prefieres tu soledad y los vicios no te atan, no llenan tu vacío. Lo supe y me culpé cuando te ví llegar luego de ese viaje tan largo, no te enseñé que mi experiencia fue la que fue y por eso, ahora estoy triste y sola”.

Entendí que estaba confesando su amargura, cosa que una dama como mi madre no haría jamás, a menos que se sintiera a merced del río de emociones. Entendí que la culpa la acompañaba desde que existo, y entendí que se miró en mí. Yo era ella, sin retórica, pero más apasionada, menos experimentada, más terca, con un peso corporal mayor, más blanca y por supuesto, más indefensa.

— “Cuando dije que la belleza te costaría caro, lo tenía pensado desde que te vi nacer. Y no quería que fueras tan desdichada como yo. Los seres que se te acercan te dañan, y las compañías son efímeras. Terminas amando la soledad y no consigues que te amen por lo que hay detrás”.

Yo pensé en lo tópico que era su apreciación, para mí, el problema era distinto a lo que ella planteaba, pensé en cómo intervenir pero quizás sería esta su única oportunidad de desahogarse, aunque estaba vomitando sobre mi. No dije nada, solo suspiré, un suspiro de desamor y cansancio. Ella prosiguió.

— “¿Eres triste, hija?, aun cuando afirmo que lo estas, lo pregunto. Porque también es cierto que la felicidad no siempre lleva la máscara de los dientes gigantes y brillo en los ojos”.

No quería responder. Para ella estaba siendo fácil sostener un diálogo (o un monólogo) que ya comenzaba a parecer un cuestionario, para mí, estaba dificultandose cada vez más dar respuesta y seguir su voz en la penumbra, no porque las altas horas de la noche me afectaran, mas bien me sentía invadida y no le veía el objetivo a la conversa. Respondí.

— “Es una pregunta que sólo me permitiría afirmar o negar, cuando creo que la felicidad no es plena, tampoco la tristeza”.

— “¿Desde cuándo eres tan diplomática con la vida?, cuando te fuiste al sur, recuerdo bien que eras una dictadora. La totalidad del gusto o del disgusto era una marca indeleble, si amabas, amabas con el alma y si no, simplemente no era visible en tu mapa”.

— “No es que sea dictadora o demócrata, creo que la dictadura más dura aún intenta guardar relaciones internacionales, aunque sean relaciones compradas, de hecho creo que son hipócritas a vox populis. Y las democracias también son dictaduras, pero con la máscara tatuada en el rostro y lamiéndole los zapatos a los territorios que beneficien sus intereses, hipócritas introvertidos, más bien. Y ya no más analogías políticas, me basta con la amargura de ser siempre una extraña y aceptar la realidad en la que arde Venezuela”.

— “¿A qué quieres llegar con todo esto?, ¿quieres decir que no eres diplomática con la vida, solo que prefieres la falsedad de decir que si?”.

— “Quiero decir que sigo amando lo que amo y odiando lo que odio, pero no pretendo arder en esto, ni ser mártir de mis pasiones”.

Ella rezongó en voz muy baja, no pude entender qué decía entre sus dientes, algo de lo que dije la espabiló aún más y yo, ya esperaba el rosario para irme a dormir. Pasaron unos 10 min y escuche como se sentó sobre la cama que compartía con mi hermano, se paró, se colocó unas sandalias viejas que usaba para estar en casa, y sin encender una luz se sentó en la cocina. Encendió un cigarrillo chino que olía a uva. Yo, por supuesto, intentaba no fumar frente a ella, aunque ya sabía que si bien el vicio no me ata, era un calmante nocturno.

Me levanté de inmediato y le pedí un cigarro y el encendedor, pese a lo que debió sentir como madre, me lo dio. Pregunté entonces.

— “¿En fin, hay algo que me quisieras decir fuera de lo ya dicho?”.

Vaciló, estaba muy oscuro, solo podía ver la punta de los cigarrillos encendidos y el humo como ciclones que se encontraban. Jale dos veces seguidas porque ya el tema me estaba despertando la ansiedad. Ella respiró, tosió secamente, escuche sus pulmones rugir. Me dijo que ya era hora de dormir, apagó el cigarro a medio consumo, se levantó sin decir nada más y la escuche tenderse en la cama.

Eran las 6:00 am de un jueves. La calle Soasti ensañada en sólo regalarme calma. Yo había amanecido en la silla negra de la cocina.

— “Buenos días, hija. ¿Qué haces tan temprano acá?”.

Ella parecía desconcertada, y yo le respondí que me quede pensando en lo que hablamos en la madrugada. Con una expresión de temor me preguntó si estaba segura de no haber soñado, porque ella, durmió temprano y estaba segura de no haber tenido diálogo alguno conmigo.

Admito que sentí desconcierto también, miedo y terror, pensé por un segundo que estaba loca, pero luego me planté de inmediato la idea de que seguramente fue un sueño desagradable y nada más. Sonreí y le dije que tenía razón, sólo que me confundí porque fue un sueño muy vivido.

— “Que tengas buen día, hija”.

No dijo nada más.

— “Buen día mamá”.

No dije nada más.20181101_060700_0.jpg